SEXTO EPISODIO. EL ASESINO AMABA A CHOPIN
EL ASESINO AMABA A
CHOPIN
POR: SIR RICHARD EL
ATEMBADO ©
EPISODIO SEIS
EPISODIO SEIS
¡QUE SE HAGA JUSTICIA!
Ese era el grito de batalla de todos los asistentes a las exequias
de Manuela. Su ataúd era tan precioso como ella, de nogal, natural y fino, como
ella. Estaba en el centro de la catedral, rodeado con flores blancas que
defendían su inocencia y formas barrocas que recodaban su admiración por ese periodo
histórico. No habían dejado que el ataúd se destapara, ni siquiera se sabía si
la que estaba dentro era una Manuela de verdad, algunos ya rumoraban que su
abuelo, el expresidente De la Cruz Perdomo, la había llevado en secreto a otro cementerio
para hacerle los homenajes funerarios como se debía y no en medio de tanta
cámara y tanta farándula como con la princesa Diana.
Manuela era sencilla, amaba a todos los seres vivos y era una
romántica por instinto, nadie de sus cercanos creía que su despedida debía
darse en medio de tantas pancartas, de tantas arengas y de tanto escándalo mediático.
Pero ¿Qué se podía hacer? La vida ya era así, ya no eran los tiempos de Romeo y
Julieta donde los dos se besaban, se abrazaban y morían juntos corazón contra corazón,
no, ya las cosas eran diferentes y si ellos se querían matarse primero tenían
que ponerlo en redes sociales y tomarse una selfie para certificar que habían
muerto al tiempo y no uno después del otro. Ya no valía el veneno, Romeo y Julieta
se habían podido matar con una coca cola, en cambio ahora, tendrían que haber
hecho algo especial, algo espectacular que llamara la atención de todos y que
pudiera fundir esas dos compañías en una sola: Montesco & Capuleto
Corporation. Con sede en Michigan y tres oficinas en Michoacán.
La muerte de Manuela no solo había sido la muerte de Manuela,
ya era el símbolo de las miles de mujeres que morían a causa de la barbarie de
los hombres y de la intolerancia del amor frustrado. El amor había sido el
culpable y por eso, muchas mujeres jóvenes afuera de la catedral, se prometían
a sí mismas no confiar en el amor y abandonarlo en la primera caneca de
reciclaje que se encontraran, con todo y brasier si era posible, incluso con la
tanga, la toalla y todo eso ¡Que se fuera todo a la mierda Con tal de no ser víctimas
de aquel cruel sentimiento que dolía más de lo que daba! El amor, maldito amor
que se esconde tras los cuchillos y que funde su alegría con la sangre del
corazón.
Manuela ya no era solamente una muerta, era una diosa, una
mujer que representaba la tragedia de ser mujer en un mundo machista gobernado
por otras mujeres que se comportaban como hombres, como esas bestias
despreciables que no servían sino para herir. Esa tarde se llegó a la
conclusión que el pene del hombre no era un órgano sino un arma, un arma tan
macabra como la bomba atómica que destrozaba seres a razón de 400.000 espermas
por polvo, los mismos que en Hiroshima, el doble que en Nagasaki. Ese miembro
erecto tenía una forma de un cuchillo filoso que daba mil puñaladas en una
herida abierta, la única arma que no sacaba sangre sino que la ponía en el vientre
de la víctima para burlarse de ella. El hombre era una infección, una bacteria
de transmisión sexual que llevaba su propia aguja y que chuzaba tan duro, tan
fuerte y tan rico que era el causante de su propia destrucción. Esa tarde
quedaron sentadas las bases de la lucha de la mujer contra los hombres, para
que nunca se volviera a repetir el hecho, para que se convocara a un referéndum
o a un decreto de emergencia en donde se limitara el uso del hombre en todas
sus presentaciones y para que se dictaran las directrices y las normas de
convertir el género masculino en un delito. Esa era la única solución: prohibir
el género masculino, la única forma de evitar que los hombres no hicieran más
daño y que las mujeres pudieran tener una vida digna, dichosa y con las mismas
condiciones y sueldos que esas bestias.
Al funeral de Manuela asistieron miles de personas, sobretodo
entrometidos, pero a nadie dejaron entrar a la ceremonia que dirigiría el
cardenal de la ciudad. Sus amigos mas cercanos, las personalidades políticas más
sobresalientes (o las que alcanzaron a pedir permiso de salida en la prisión) y
los familiares de los familiares fueron los asistentes principales a la
ceremonia. Comenzó con el aria RV 638 Filiae Maestrae Jerusalem de Vivaldi tocada
por un cuarteto de cuerdas que apenas diez noches atrás había estado en la
galería en una exposición de arte sacro organizado por ella y su entusiasmo por
la belleza de la bondad; cantó la soprano Josefina Mendieta, recién llegada al
país, amiga de la familia y que se quiso sumar a ese homenaje tan pronto como
supo la noticia, no era la voz para el aria, pero era lo mejor que se pudo
encontrar en eso momentos de congoja. Las mujeres, incluyendo a Antonia Schneider
iban de traje negro, todas de falda a rodilla o más abajo y con un velo tejido
que corrían cada vez que tenían que limpiarse las lágrimas o acomodarse los
cabellos. Los hombres todos de traje, negro, azul oscuro o gris ratón lo más
claro. Todos atentos a las palabras condenatorias del sermón y con las manos
pegadas a sus güevas por si alguien se atrevía a hacer justicia en ese preciso
instante. En la mitad de la misa dos discursos: uno escrito por el expresidente
y leído por el primo de Manuela, el mismo que le había quitado la virginidad en
un juego de niños a los diez años. Y el otro escrito y leído por Pérez Gómez,
uno de los curadores más importantes de arte del país, amigo íntimo del papá de
Manuela y más íntimo todavía de la mamá de la difunta. Palabras sentidas,
conmovedoras y lacrimosas, acordes con el evento. Luego una nueva intervención
del cuarteto y de Mendieta, esta vez la cantata BWV 12 de Bach, sin coro porque
no había prepuesto y no cabían todos en la catedral y una pieza que le
encantaba a Manuela: el Nocturno en do sostenido menor de Chopin, adaptado a
violín porque el piano de la catedral estaba dañado.
Casi dos horas después de iniciada la ceremonia, por fin
terminó y los asistentes pudieron levantarse con dolor en sus corazones y en
sus traseros por las tablas duras de los sillones de la catedral. La mitad de los
asistentes acompañaron el cuerpo hasta el cementerio y allí, por orden
judicial, se depositó en una de las bóvedas separadas para las familias presidenciales.
No se permitió la inhumación ni tampoco su entierro bajo el suelo para afectar
lo menos posible el cuerpo mientras se daba por terminada la investigación.
Clavo más que doloroso en la familia de Manuela y de cualquier persona que no
quiere que molesten a sus difuntos para llenar un papel que después de lanzará
a la basura. Casi daban las cinco de la tarde cuando colocaron una lápida
temporal con su nombre y un par de flores sobre su último lecho.
López, Clemente, su jefe y el comandante estuvieron allí
durante todo el proceso para garantizar la seguridad de los vivos y la legitimidad
del protocolo con la difunta, para que nadie hiciera nada impropio y echara por
tierra lo poco que habían conseguido hasta ese instante. López en particular
estuvo atento a todos los hechos, a todas las caras, a todas las reacciones,
buscando entre miradas, gestos o sollozos al verdadero culpable del feminicidio.
Por él todos eran sospechosos. Estaba perdido, sabía que las cosas estaban mal
cuando todos parecían sospechosos y ninguno tenía razones o fuerzas para
cometer un crimen así.
¿Qué podía hacer? No podía permitir que siguieran echándole
la culpa a Juan Pablo, que seguía en la clínica, custodiado y amarrado con
esposas a la camilla. Tenía que salvarlo, hacer algo para demostrar su inocencia,
pero por más que le daba vueltas al asunto. Nada nuevo aparecía y él –al igual
que la justicia- se hundía cada vez más en sus temores y en sus cargos de
conciencia.
—Bonita la ceremonia —dijo Clemente acercándose
a López.
—Larga, muy larga
—Pues sí, pero la muchacha se lo merecía,
además la música era buena ¿no?
—¿Le gustó esa vieja que berreaba
como una cabra?
—¿La Mendieta? Se parece al perro del
panadero del barrio, pero ya quisiera uno ganar lo que gana esa vieja ¿Cuánto
cobraría por cantar en la iglesia?
—Usted es detective ¿no Clemente?
Pues investigue, eso también puede servirnos.
Se quedaron un momento en silencio mirando a las personas
subirse a los carros blindados y también negros, alejándose de aquellas sombras
y de aquella angustia, tal vez, para siempre.
—¿Ya podemos irnos? —le preguntó Clemente
cansado y adolorido porque un zapato le tallaba el dedo gordo del pie derecho.
—Váyase para su casa, Clemente,
descanse, lo espero mañana temprano en la oficina para revisar las cosas y la
próxima vez no compre zapatos de mala calidad, ningún camino es bueno con los
pies maltratados.
—¿Y usted para donde va, detective?
—Voy al apartamento de Manuela, debe
haber algo, algo que nos pueda decir otra cosa, esto no puede quedar así.
Media hora después López estaba en el apartamento de Manuela,
las cosas aún seguían como la última vez que había entrado, dos días atrás.
Todo aun limpio, todo en su sitio, todo en aparente calma menos la alcoba, la cama
y las sabanas que la habían cubierto por última vez. ¿Dónde podría estar la
pista? ¿En las ventanas? ¿En la alfombra? ¿En el piso de la cocina? ¿En los
papeles del baño? ¿En el cajón de los hilos? Nada, no aparecía nada que sirviera,
nada que dijera algo sobre el canalla y sus razones. Tendría un día, tal vez
dos antes de que a Juan Pablo le dieran de alta y se lo llevaran a la cárcel
tal vez para siempre y él no tenía como comprobar su inocencia y, aparte de eso,
a nadie le importaba su inocencia, como siempre la sed de venganza era más
fuerte que la sed de justicia y en algo todos tenían razón: Ya había un culpable
¿para que buscar otro?
Casi dos horas demoró López en el apartamento, detallándolo
todo, tocando las texturas, mirando los puntos de vistas, las entradas y salidas,
las normas de la casa, el vino que se tomaba, las dos copas con lápiz labial
carmesí de los labios secos de Manuela y su amante la modelo. Era imposible. La
magia no aparecía, la chispa que lo resolvía todo de un instante y que lo había
sacado tantas veces de apuros, no aparecía, en cambio el silencio…
No pudo más. No había nada que hacer, irse a la oficina y
leer otra vez todos los informes y todos los expedientes, todas las declaraciones
y buscar el error del criminal, el punto en el que había fallado. Miró su
reloj, daban las nueve y cuarto de la noche ya estaba todo bien oscuro y hacia
frio, pensó en darse prisa y pasar la noche en vela leyendo y releyéndolo hasta
que no tuviera vista sino para ver lo que realmente debía, pero luego se
detuvo, de nada servía tanto afán. Por más que corriera ya no era posible salvarle
el trasero a Juan Pablo y tal vez ya no tendrían más opción que ver todo el
resto del proceso por televisión. Dejó de afanarse y se lo tomó con calma, en
su vida habían pasado cosas peores y casi nunca había triunfado sobre sus destinos.
Salió del apartamento advirtiéndole dos o tres veces al
personal de custodia que no durmieran y se quedaran vigilando el lugar como
debía ser, algo le decía que el asesino iba a aparecer más temprano que tarde.
Subió al ascensor. En el piso séptimo —uno debajo del suyo—
el ascensor de nuevo se detuvo y se subió un hombre a incomodar la frustración
solitaria de López. Era un hombre de unos cincuenta años, de traje y corbata —aunque
no llevaba chaqueta y la corbata ya se la había quitado— aun así, se notaba su
buena educación y su cultura pedante.
—Buenas noches —dijo al subir
—Buenas noches —contestó López entre
labios, apenas por cumplir
El ascensor cerró sus puertas y comenzó el descenso. Ninguno habló
aunque el hombre se notaba algo inquieto con la presencia del detective, como
que quería hablar y no se atrevía, hasta que por fin, llevado más por el
instinto que por la prudencia dijo
—¿Qué cosa tan terrible lo que ha
pasado, no?
—Sí, terrible —contestó López sin
ganas de seguir, pero el hombre si quería seguir hablando
—¿Y puedo preguntar cuanto se piensan
demorar los guardias?
—¿Por qué? —contestó López
acomodándose un poco, como que por fin el tipo había llamado su atención.
—No, por nada
—¿Le molesta la presencia de los
guardias?
—No —dijo él desapegado— ¿usted es el
jefe?
En ese momento se abrió el ascensor en el primer piso
—Soy el detective López, encargado de
la investigación —le dijo estirando la mano, saludo que recibió con firmeza y
algo de cortesía.
El hombre quería seguir su camino ya que pensaba que había terminado
el pedazo en común que les había tocado, pero López vio en él algo inquietante y
necesitaba sacarle más.
—¿Le han hecho algo mis hombres?
—No —dijo él titubeando— o… más bien sí,
pero son unas minucias que hasta da pena contarlas, menos con todo lo que ha
pasado.
—¿Qué le hicieron?
—Pues el día que encontraron el
cuerpo y llegaron al edificio, pues como usted sabe, revolvieron todo y, seguramente
entraron en mi apartamento, porque como queda debajo del de Manuela…
—¿Lo dejaron desordenado? —interrumpió
López acostumbrado a ese tipo de quejas
—Un poco, no mucho, pero el problema
fue que se llevaron unas cosas, unas cosas chiquitas, minucias, no vale la pena
darle tanta vuelta a eso.
—No, no, dígame, con confianza, mis
hombres no tienen por qué tomar nada que no les pertenece.
—Fueron unas cosas sin importancia —dijo
el hombre un poco sonrojado- dejémoslo así.
—No sería correcto —dijo López entendiendo
que esa presa tenía que agarrarla- ¿Por qué no subimos a su apartamento y
revisamos todo?
—Pues... —dijo el hombre pensando—
supongo que usted es la ley y la tengo que obedecer. Ay, yo y mi bocota —terminó
sonriendo.
Con pesar pidió de nuevo el ascensor mientras López
aprovechaba para mirarlo mejor, ver sus zapatos, su suela sin desgaste, su brillo
reciente, sus manos blancas, limpias, de oficinista, sus uñas lacadas, bien
cuidadas, su pelo cortado bajo, todo muy pulcro. El ascensor llegó y ambos
subieron. Cuando las puertas se cerraron, López comenzó a hablar.
—¿Estaba usted el día de la muerte de
Manuela?
—No, si llegué esta mañana de
Londres. Manuela era mi amiga y quedé pasmado con la noticia, ya se me escurrieron
dos o tres lagrimas por ella. Era una mujer admirable.
—¿Quién le contó entonces?
—Mi hermana por teléfono y en las
noticias por internet y aquí me terminó de contar Prieto, el vigilante y
Azucena, mi vecina. Que crimen atroz, me da escalofrió ¿Cómo puede haber gente así?
Aunque… hay cosas que no cuadran. No me lo está preguntando pero yo se lo digo,
me parece imposible que Juan Pablo haya hecho una cosa así. No lo puedo creer.
Imposible.
—¿Por qué, es amigo de él?
—Bueno, amigo, amigo, no mucho pero
si los conocía bien, yo tengo un estudio de grabación musical y era cercano a los
temas que manejaban Manuela y Juan Pablo
—¿Qué temas?
—De arte, de música. Juan Pablo quería
montar un grupo de pop, toca la guitarra y no es malo para ser un aficionado y
con la plata que tenían, supongo que era posible pensar en una carrera seria ¿no
cree?
—Supongo —dijo López sin saber mucho
de esas cosas.
El ascensor se detuvo y ambos caminaron hasta el apartamento
del hombre, justo debajo del de Manuela.
—Siga —le indico el hombre a López,
que entró con cuidado al notar el lujo y la delicadeza de las cosas adentro.
—Perdóneme, no le he preguntado su
nombre
—Me llamó Carlos Manuel Mendieta
—¿Mendieta? ¿Cómo Josefina?
—Sí, es mi hermana ¿la ha escuchado?
—Esta tarde en la catedral
—¿Estuvo usted en la catedral?
—Si
—Yo no pude —dijo Mendieta pesaroso—
llegué demasiado tarde y me daba pena llegar en malas condiciones, sin
afeitarme ni nada.
—¿Y cuando se fue a París? —dijo López
echando su anzuelo
—No a París no, a Londres, estuve en
Londres, haciendo una remezcla de un disco que grabamos en el estudio. Me fui…
hace… unos veinte días —dijo pensando, como recordando el hecho
—¿Y con quien dejó el apartamento?
—Con nadie. Lo dejo así nada más. Este
edificio es muy seguro, nunca han robado a nadie. Además no pensaba demorarme
toda la vida, solo un remezcla y ya.
—¿Viaja seguido?
—Tres, cuatro veces al año
—Siempre a Londres
—No siempre, a veces mezclamos en New
York o en Boston, incluso el año pasado mezclamos en Santa Bárbara
—¿Y alguien más tiene llaves del
apartamento?
—El jefe de seguridad por el reglamento, y mi hermana, Josefina, pero ella no me dijo
que estuvo aquí, y ese es mi otro reclamo porque si querían entrar a revisar
algo, podían haberla llamado ¿no cree?
—¿A revisar qué?
—Lo que ustedes revisan. Azucena me
contó que al apartamento de ella también habían entrado, pero de allá no se
llevaron nada.
—¿Y que se llevaron?
—Pues hasta ahora lo que me hace
falta, porque no lo he revisado todo, es una escultura de Isis, una réplica de
cobre, como de unos veinte, treinta centímetros y dos discos de esta colección
–dijo señalando en la pared una colección de discos de música clásica,
compuesta por cuatrocientas piezas de música clásica y sus compositores- esta
colección es valiosísima, era de mi papá y me la dejó en herencia, vale como
unos veinte mil dólares.
—¿Y estaba completa?
—Claro
López miró la colección con cuidado, buscando los faltantes
—¿Y usted como se dio cuenta?
—La costumbre, es lo primero que veo
en las mañanas, y esta tarde cuando entré vi los huecos de los discos que no
estaban
—Tres, cuento yo. El número siete, el
número dieciocho y el número ciento veintisiete.
—No, faltan el dieciocho y el ciento veintisiete
porque el siete lo tengo aquí, en mi reproductor —dijo acercándose a su reproductor
y abriéndolo para sacar el disco y mostrarlo— este es Beethoven séptima sinfonía,
orquesta de Milán, dirigida por Toscanini ¡Una maravilla! ¿Le gusta esta
música?
—Casi nunca la escucho
—Como todos, los clásicos estamos en extinción.
—¿Y que otros discos le hacen falta?
—Curioso porque los dos discos son de
Chopin.
FIN DEL EPISODIO 6
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