EPISODIO 5. EL ASESINO AMABA A CHOPIN
EL ASESINO AMABA A
CHOPIN
POR: SIR RICHARD EL
ATEMBADO ©
EPISODIO CINCO
Nada, no había podido hacer nada. Solo la rabia lo consumía
mientras miraba las noticias antes de apagar el televisor y mandar lo más lejos
que podía el control remoto. Ya era muy tarde, demasiado tarde, aunque para un
tipo de la experiencia de López, era increíble que no quisiera entender que
solo nacer en un país de corruptos ya ponía todo demasiado tarde y demasiado
lejos para lograr algo con una mano pálida.
El circo estaba en su función estelar. Eran las ocho de la noche
y todo el país y medio mundo veían infamias encadenadas con comerciales de
toallas higiénicas y dulces para bebes que se podían degustar mientras se
analizaba el crimen más perverso y atroz de la última era. Las luces estallaban,
las pantallas no dejaban de titilar con colores primarios que llamaban la atención
hasta de los perros inocentes. Cada minuto llegaba información nueva,
declaraciones nuevas, testimonios de aquel que nunca había visto nada, juramentos
de aquel que nunca había estado, gritos que había traído el silencio y marchas
y antorchas de los profesionales en llorar por los ajenos mientras con un cuchillo
atendían a los propios de sus casas.
No valía la pena ver nada de eso ¡Todo eso era mentira! ¡Solo
mentira! ¿Pero cómo podría convencer a otro de que él decía la verdad? ¿Cómo
hacerle ver a Clemente o a su jefe, o incluso al comandante que estaban todos equivocados
y que el verdadero asesino ni siquiera había mostrado su rostro todavía?
López se sentó pesadamente en el primer sillón que encontró,
estaba solo en la sala de juntas importantes mientras todos los demás estaban
en la cafetería de la institución mirando las noticias y convenciéndose cada
vez más de lo que se decían en las pantallas… como si los periodistas fueran
los verdaderos investigadores y no ellos. Nunca López se había enfrentado a un
caso tan áspero, a un rival tan fuerte y desalmado. Nunca había tenido que
enfrentarse a la prensa y menos a los medios, que significaban los medios que
su comandante necesitaba para volverse célebre. Su enemigo era más poderoso, su
enemigo era el rating y él no tenía forma de detenerlo, de acusarlo o de
enviarlo tras una reja oxidada para que
se pudriera del todo.
Si a las dos de la tarde todas las opiniones hablaban de la
muerte de Manuela y de la tristeza por su perdida. A las ocho de la noche todos
hablaban de justicia, de venganza y de solidaridad con una causa aun no conocida,
pero aplaudida y respaldada por todos.
El propio comandante había salido ante las cámaras a decir
que ya habían encontrado al asesino, que ya lo habían capturado y que, gracias
al trabajo de sus detectives (en especial, al glorioso detective López) se había
resuelto el caso en tiempo record, como nunca antes se había resuelto algo y
que gracias a todo esto, podían mostrar la cara del asesino sin temor a
llamarlo presunto sino, en cambio, culpable.
Como si se tratara de un delincuente de primera línea se presentó
a Juan Pablo Villa Castro como el asesino de su ex esposa, Manuela Elvira
Fuentes De la Cruz. Se mostraron las imágenes del momento exacto en el que se
leyeron sus derechos en el centro de salud del pueblo mientras él aturdido
negaba todo y saltaba en la camilla reclamando que lo dejaran libre y que no lo
acusaran de algo que nunca había hecho. Suplicaba piedad, pero nadie quería
tener piedad con un asesino de tan mala calaña y, menos, con uno que provenía
de la familia Villa Castro que había estado involucrada en varios escándalos de
corrupción en el que el país entero había perdido tantos millones de dólares.
La rabia de todo un pueblo estaba en contra del acusado y la justicia era poco
para clavar a ese despreciable ser contra una cruz de púas infecciosas y de alambres
oxidados.
Según el comandante, gran hombre y señor con muchas medallas
encima por valor y cortesía. Juan Pablo había asesinado a Manuela por celos,
por no haber aceptado su situación de divorcio y por haberse sentido menospreciado
por el triunfo y la libertad de su ex mujer. Era otro caso insoportable de
violencia doméstica, de esos miles que se veían a diario, que ya eran costumbre
de titulares y a los que nadie prestaba atención por su común delirio. Pero en
cambio este, se caracterizaba por el nombre de los involucrados, por su
prestancia en la sociedad, por su buen nombre teñido con billetes grandes y
porque ambos, víctima y victimario, hasta hace una horas eran miembros del selecto
club tan selecto que era imposible nombrarlo sin permiso de sus abogados.
Los medios extendieron las declaraciones del comandante para
hilar sobre las conclusiones del crimen. Se habló de que Juan Pablo era una persona
con antecedentes de violencia, que la pareja peleaba con constancia y que esa
misma razón había sido la causa de la separación por parte de Manuela, ella,
pobre víctima de su marido, había decidido terminar con esa patraña de
matrimonio antes de seguir siendo agredida por el hombre que meses antes le había
jurado amor eterno y complicidad perpetua. Se habló de que Juan Pablo le había
sido infiel a Manuela en varias oportunidades, con modelos, actrices y
cantantes de música de despecho, que frecuentaba bares de mala muerte y que consumía
alcohol con la misma consistencia con la que ella ayudaba a niños inocentes que
encontraba en la calle y les daba de comer llevada por su gran corazón mientras
su marido se la pasaba de parranda con cuanta furcia encontrara. ¿Era cierto? ¿A
quién le importaba? Se estaba vendiendo bien, la puja por segundo de publicidad
ya había doblado al partido de futbol y a la eliminación de la selección del
mundial, y ya era el triple comparada con las últimas elecciones
presidenciales, solo faltaba que superara la noticia de aquella cantante que había
dicho estar embarazada cuando todos la creían infértil y lo de aquel cantante tatuado,
adorado por las masas, que había confesado ser homosexual, pero era solo
cuestión de tiempo para que la noticia de Manuela triunfara sobre todo, un par
de rumores más y seria la noticia mejor vendida del año y generaría los recursos
suficientes para irse de vacaciones con ese cantante tatuado al otro lado del
mundo.
Nadie dijo que Juan Pablo podía ser inocente, que su familia
era una desgracia, que su padre era un ladrón y su madre una lesbiana a
escondidas, que todo el poder que tenían lo habían conseguido engañando,
robando y matando de vez en cuando, pero que él, Juan Pablo, había sido un muchacho
ejemplar siempre. Que de toda su familia era el único que saludaba, el único
que repartía regalos en navidad a los vigilantes y que se había casado con
Manuela por amor o, por lo menos, por la atracción pura que sentía hacia ella. Ningún
medio había hablado de su tristeza, de su melancolía con el divorcio y de sus
noches solitarias mientras lloraba y rezaba para volver con su esposa. Ningún
medio dijo que la infiel había sido Manuela y que había sido ella la que había
cambiado a su esposo por una modelo de medidas perfectas. Incluso, por ningún
aparte se mencionó a Antonia Schneider, cuando había sido ella la causante de
aquella separación. Pero todo eso se podía pasar, todo eso no eran más que
rumores y chismes de alcoba. Pero lo que López despreciaba y no se atrevía a
tolerar era que nadie dijera que Manuela había muerto a las dos de la mañana y
que Juan Pablo había salido de ese apartamento a las once de la noche. Que
dijeran que él le había golpeado y fustigado hasta hacerla sangrar cuando él
mismo no había tenido las fuerzas suficientes como para hacer el nudo de su soga
correctamente y, por eso, no había podido matarse como se lo había propuesto.
Lo que ofendía a López era que ningún periodista dijera que la nota de suicidio
de Juan Pablo la había escrito desolado por la noticia de la muerte de su
esposa y no como una amenaza prefabricada para la víctima, como lo estaban
mostrando. Y lo peor, lo que por nada del mundo aceptaba, era que su propio comandante
señalara a Juan Pablo de culpable sabiendo muy bien que era inocente.
Pero ¿Cómo cambiar eso? ¿Ya era demasiado tarde? ¿De verdad
la justicia solo caía sobre los menos afortunados? ¿Quién podía ayudarlo? En
ese momento, Clemente tocó la puerta de la sala de juntas.
—Detective, creía que estaba aquí, yo
sé que a usted no les gusta todo lo que está pasando y por eso creí que no
iba estar viendo las noticias como
todos.
—Mierda, Clemente, todo eso es pura y
física mierda.
—Pero atrapamos al culpable
—Él no es el culpable
—Tal vez usted quiera creer lo
contrario, señor, pero la verdad es que no hay más explicaciones.
López miró a Clemente con resignación. No tenía los medios
para demostrarle lo contrario.
—¿Qué me trae de nuevo? —preguntó López
—Le traigo los informes que faltaban
y que usted pidió —dijo Clemente dejando un buen arrume de papeles sobre la
mesa.
—¿Ya terminaron de ver los videos del
edificio?
—Sí, señor. Se revisaron todas las
cámaras de vigilancia desde las cinco de la tarde de ayer hasta las doce del día
de hoy.
—¿Y?
—Nada señor —dijo Clemente negando
con su cabeza, sintiendo un poco de lastima con su detective y amigo más preciado,
le daba cierta sensación incomoda que las cosas no le salieran bien y que no se
diera cuenta de la contundencia de las pruebas.
—¿Quién salió del apartamento anoche,
quien entró?
—El último en salir fue Juan Pablo Villa
Castro, a las once y treinta y seis minutos y a las once y treinta y nueve salió
del edificio.
—¿Y para donde se fue?
—Se fue con rumbo al centro de la
ciudad
—¿Lo siguieron con las cámaras?
—Si, tal como usted lo pidió. A eso
de las doce entró a un bar de un amigo suyo de la universidad y estuvo ahí
hasta las doce y media
—¿Y después?
—Se fue para su casa
—¿Al sitio en dónde lo encontraron
esta tarde?
—No, señor, se fue para su
apartamento, donde estaba viviendo desde su divorcio, en La Fragata, un
edificio de diez pisos, construido por su familia. Confirmado.
—¿A qué horas llegó?
—A la una y cinco
—¿En taxi?
—Sí, señor.
—¿Hablaron con ellos?
—Sí, señor, ya confirmamos con su
amigo dueño del bar y con el taxista
—¿Algo anormal?
—No, solo dijeron que era un hombre
triste
—Dígame Clemente, usted que conoce
todas estas cosas tan bien como yo ¿Desde cuándo la tristeza es capaz de matar
a alguien?
Clemente guardó silencio.
—La tristeza no mata a nadie —prosiguió
López— la rabia lo hace, la venganza, el odio, la envidia, la efusión incluso,
pero la tristeza no. La tristeza hace suicidar a una persona, pero no convierte
en asesino a nadie. ¿Hasta qué horas estuvo en ese apartamento?
—Hasta las once
—Ósea que cuando se fue ya sabía de
la muerte de Manuela y quiso matarse por ella.
—Esas son sus suposiciones, detective
—¿Y cuáles son las suyas?
—Que la tristeza le venia del arrepentimiento
por haberla matado y que cuando se despertó y se dio cuenta que ya sabíamos de
la muerte de Manuela y de su culpa, corrió a matarse antes de que nosotros pudiéramos
hacer justicia por ella.
—¿Eso no es muy de novela?
—Creer que la tristeza no mata a nadie
o no puede hacer daño también es de novela.
Ambos se quedaron en silencio un buen rato. López atando
cabos y clemente esperando las ordenes de su jefe para resolver cualquiera de
sus dudas.
—Y si fue él ¿Por qué la mató?
—Las razones sobran —le contesto Clemente
—Sí, pero me refiero a que debió haber
ocurrido algo especial anoche, que no hubiera pasado el resto de noches.
Manuela y Antonia llevaban varios meses de amantes, las discusiones entre ellos
iban y venían ¿Por qué anoche la mato? ¿Por qué no hace un año o seis meses?
—Usted lo dijo detective, pudo haber
sido hace un año o un mes o una semana, pero fue anoche. El amor es una bomba
de tiempo que en cualquier momento estalla.
—¿Amor? ¿Qué hay de amor en todo
esto?
—Todo, diría yo. Pero eso se lo dejo
mejor a usted que es el que sabe descubrir las razones de las cosas.
—¿Y qué pasó anoche con Antonia Schneider?
—Después de haber salido del apartamento
salió para el suyo en el edificio Central 140, allá vive en un apartamento de
120 metros cuadrados que le regaló uno de sus clientes
—¿Algún narco de esos?
—No un narco, el fiscal Moreno.
—País de mierda que es controlado por
putas y ladrones —dijo López sonriendo por su propia impotencia— ¿Ella fue la primera
en entrar esta mañana?
—Sí, señor, tal como dijo en su
declaración. Nadie más entró o salió durante la noche, es evidente que el culpable
es Juan Pablo. Después de ella, llegaron nuestros hombres, dos oficiales y
luego yo con los míos.
López se quedó en silencio, meditaba más de lo acostumbrado
—¿Cuántos nudos le echó Juan Pablo a
la soga con la que quería matarse?
—Uno solo
—¿Y tenía alguna herida?
—No, solo la marca del lazo en su
cuello
—¿Ósea que, de cualquier forma, se habría
salvado?
—Al parecer, sí.
—El idiota no fue capaz de hacer un
nudo para matarse y todos me dicen que cometió un crimen atroz con golpes y fracturas
sin dejar rastro.
—Si dejo rastros, le recuerdo el
semen, las huellas de los zapatos por todo el lugar, sus huellas en el cuerpo y
el hecho inevitable de que nadie más pudo haberlo hecho.
—Quiero hablar con él.
—Ojala nos dejen
—¿Por qué dice eso?
—Porque el comandante sabe que usted
no quiere aceptar la culpa del sospechoso y no creo que sea eso lo que él más
quiere.
—En eso tiene razón, Clemente. Pero
no puedo permitir que se acuse a un
hombre inocente mientras el verdadero culpable sigue por ahí
—¿Y quién es el verdadero culpable?
—No sé, pero algo me dice que lo voy
a encontrar pronto.
En ese momento sonó su teléfono. Miró la pantalla y le hizo
una seña a Clemente para que se acercara y mirara quién lo llamaba. Clemente se
levantó rápido y se paró junto a López, miró el teléfono. Era Antonia Schneider.
López contestó.
—Señorita Schneider, que bueno que me
llamó, me evitó tener que llamarla e interrumpirla
—¿Me necesitaba?
—Quería hablar con usted
—Pues que bien, porque yo también
quiero hablar con usted.
—¿En dónde? —le preguntó López
mientras Clemente alistaba su libreta para anotar la dirección.
—En mi apartamento, en el Edificio central
140, penthouse tres.
—Para allá vamos.
No tardaron más de veinte minutos en llegar al edificio, era
hora de tráfico y esa noche había más que de costumbre, pero la sirena de la
patrulla era milagrosa y el conductor un digno aspirante a las carreras de bólidos
y los llevó en menos de lo que terminaron de pensar en sus preguntas.
Antonia misma abrió la puerta, estaba descalza, tenía puesto
un jean y una camiseta rosa sin brasier debajo, los ojos hinchados de llorar y
sin maquillaje parecía otra, parecía de la tierra y no del cielo, aun así, seguía
estando buena.
El penthouse era inmenso, los 120 metros que había dicho
Clemente parecían ser solo de la sala, la altura de las paredes de 3, 80 casi 4
metros, tanto a López como a Clemente les daba temor pisar sin dañar nada y por
eso ambos, inconscientemente, pisaban suave como si fueran cascaras de huevo o
una capa de hielo a punto de romperse. Antonia los llevó hasta la sala que, al
contrario de las de ellos no tenía un televisor y los cables de la señal
regados por ahí, sino una chimenea apagada y un montón de fotos de ella
acompañada siempre de gente linda y famosa, como ella, ningún narco o nadie por
el estilo, se notaba que a pesar de la burlas en las revistas, de tonta no tenía
nada. En medio de todas esas fotos una de ella con Manuela, abrazadas mientras
le sonreían a un lente que se había colado entre su amor.
—¿Qué quería contarnos? —dijo López
sentándose con cuidado en el sofá inmenso de esa sala opulenta que le
incomodaba tanto.
—¿No quieren algo de tomar? —les
ofreció Antonia
—No, creo que tenemos… dígame una
cosa ¿está sola? —preguntó López sin creer lo que había escuchado
—Si —contestó manuela
—¿Y usted nos va a servir algo a
nosotros? —preguntó López sonriendo
—Si ¿Por qué, acaso las modelos no
cagamos? Somos iguales a todo el mundo y también sé prender una estufa y hacer
un café.
López sonrió
—Siendo el caso, un vaso de agua
—Para mí un tintico —dijo Clemente
metiendo su nariz entrometida.
Luego de servir el pedido y servirse para ella misma una
buena copa de vino, Antonia se sentó esperando que López iniciara la
conversación.
—¿Usted tiene algo que ver con la
muerte de Manuela?
Antonia y Clemente se atoraron al tiempo, la pregunta de López
había sido demasiada directa para ser la primera, pero así era López.
—¡No, claro que no! —dijo Antonia—
¿Cómo se le ocurre? Si yo quería mucho a Manuela, la amaba con mi alma ¿Cómo sería
capaz de hacerle algo malo?
—Disculpe, pensé que de repente usted
le había hecho algo y nos había llamado para confesarnos todo.
—Yo no la maté, pero sé que Juan
Pablo tampoco lo hizo.
—¿Y cómo lo sabe? —preguntó Clemente
sorprendido, quitándole la palabra a su jefe.
—Juan Pablo es la persona más noble
que he conocido en mi vida, un güevon completo, no sería capaz de matar ni a
una mosca
—¿Lo conoce bien? —preguntó López
—Lo conozco bien, no muy bien, no
somos íntimos amigos ni nada de eso, pero sí sé de lo que es capaz y estoy
segura que no pudo hacerle eso a Manuela.
—Un hombre herido puede hacer
cualquier cosa —dijo Clemente
—Anoche Juan Pablo no estaba furioso
—¿Y cómo lo sabe?
—Eso se nota y él anoche se veía
triste, se veía mal, como derrotado, como el perdedor que siempre ha sido, pero
no tenía la ira ni la fuerza para matar a nadie.
—¿Y entonces quién fue? —preguntó López
—No sé. Si lo supiera se lo diría
porque lo único que quiero es que encuentren al que le hizo daño a Manuela y lo
piquen por pedacitos, que lo vuelvan mierda como la volvieron a ella.
—¿No sabe nada más de lo que ocurrió
anoche?
—No, nada, solo sé que no fue Juan
Pablo
—¿Y porque esta tan segura? —preguntó
Clemente
—Porque Manuela me llamó después de
que él se fue, estaba alegre, reía y se burló
de él.
—¿Por qué se burló?
—Porque él pensó que con un polvo
pasajero la podía recuperar. Pero ella ya no lo quería y lo mandó a la mierda…
y él se fue sin luchar como el imbécil que siempre fue.
—¿Y ella se río de él, así como usted
dice?
—Si ¿Qué mujer no se va a reír de un
hombre así?
FIN DEL EPISODIO 5
Agradezco a ustedes la enorme acogida que ha tenido mi
proyecto de novela por entregas, me parece un género fascinante y me alegra que
aquí, en la colcha, parche parlanchín, lo queramos cultivar. El arte por el
bien del arte (Arts Gratia Artis) Hasta
la próxima entrega.
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