EL ASESINO AMABA A CHOPIN. EPISODIO UNO



EL ASESINO AMABA A CHOPIN©

POR: SIR RICHARD EL ATEMBADO ©

EPISODIO UNO


Acababa de ahogar su aliento en una bocanada de humo incontrolable cuando su jefe le puso un mensaje en su teléfono, invitándolo a que dejara de holgazanear tanto y se dedicara más a su trabajo.

Sonrió, su jefe le caía bien y estaban en el mismo nivel de confianza como para hacerse bromas de esas de cuando en cuando. Sin embargo, esa mañana ese mensaje tenía más acido que dulce porque era la verdad, ya era jueves y en toda la semana no había hecho absolutamente nada. Todos los días de esa semana había hecho lo mismo: había llegado a su oficina en punto de tarjeta, había revisado los documentos, había corregido las investigaciones de sus asistentes, pero en realidad, no había hecho nada relevante, nada que significara resolver un caso. Su “mítica magia” no había aparecido esa semana, de hecho, desde el caso Urrutia –hacía ya más de un mes- su magia no había vuelto a aparecer. Se había dedicado solo a calentar escritorio y a lanzar bocanadas de humo por cada camino que pisaba.

Los crímenes y sus respectivos expedientes se apilaban en todos los escritorios de los detectives en la oficina, aunque en el caso de él era extraño ver ese comportamiento, en los demás se entendía de la desidia de la burocracia, pero no en él. Él era el ejemplo del departamento y no podía permitirse una pila de expedientes sin resolver, sabia entonces que el llamado de atención de su jefe al verlo fumándose un cigarrillo tan despreocupadamente como si estuviera en la mitad de un baile pasaba por más que un simple chiste mañanero.

Con pereza alejó el cigarrillo de su boca, lo miró, los despidió, lo botó al piso y lo aplastó con su zapato viejo, viejo de andar y de recorrer intrigas inciertas junto a él. Caminó a su escritorio, hasta ese instante no había notado la cantidad de expedientes acumulados en todas partes ni mucho menos la gravedad de su pila. Se sentó con pesadez y la miró tratando de invocar su magia para que resolviera alguno de esos casos sin necesidad de levantarse de su silla. Pero reaccionó, su magia no llegaba y, sin embargo, el trabajo tenía que hacerse. Se decidió a resolver uno de los 33 casos que tenía apilados junto a su caneca de basura. Casi todos con crímenes atroces y sin respuestas.  Casi todos perdidos, ya por vencimientos de términos ya por falta de pruebas. Casi 33 inocentes tragedias pérdidas y casi 33 locos reinantes en un manicomio cada vez más grande, libre y poderoso. Estiró su mano y agarró el fácil, el de la carpeta con el papel azul encima, no quería enredarse sin salida con los que estaban marcados con rojo, que eran los de homicidios y violaciones, el azul estaba bien, no quería ser tan efectivo como para que le pusieran más trabajo que a los demás. El caso se refería al robo de un banco a plena luz del día, acaecido tres semanas atrás y que había causado gran revuelto mediático por la cantidad robada y la limpieza del acto. Estaba fácil, ya casi tenían a todos los involucrados identificados, solo faltaba el destino del dinero y el paradero de ellos, pero su equipo estaba trabajando en eso y pronto lograrían las primeras capturas y –sobretodo- sabrían la ubicación del dinero. La verdad, ese era el caso menos importante, el que menos le quitaba el sueño, no le importaba en absoluto que a un banco corrupto le robaran millones de billetes. Ladrón que roba a ladrón –pensaba. Pero era un banco, tenían mucho poder y había muchos intereses en juego y en atrapar a los culpables, incluyendo los intereses de mora que le cobrarían a él si no llegaba a ninguna parte con su conclusión. Por eso lo habían escogido a él como detective del robo, en manos de sus colegas ya todos habrían sido embargados por falta de resultados mientras él representaba el compromiso contra el crimen y la seguridad de llegar a puerto con la conclusión deseada, la feliz última escena que llenaría de alegría a aquellos que ya lo poseían todo.


En cierta medida, le asqueaba tener que estar rodeado de cifras  y de tener que defenderle el trasero a una corporación pagana, pero ¿Qué podía hacer? Ya estaba cerca del retiro, diez años más y sin reformas pensionales y listo, del otro lado, ya olfateaba el olor de la madera de la silla en donde estaría sentado el resto de su vida mirando por la ventana, se lo merecía, ya había pasado la parte más larga de su condena cristiana y ahora solo quedaba aguantar esos pocos años, así fuera a punta de expedientes malolientes como ese, que hablaban solo de dinero.

Abrió la carpeta, en primera página la foto del desgraciado al que habían descubierto como jefe de la organización, un ladrón mas, con estudios universitarios y tan preparado que no había podido zafarse de sus redes para atraparlo, solo era cuestión de tiempo. Miró la foto de ese malnacido que se había atrevido a incomodar el sueño del subgerente, estaba a punto de comenzar a mirarlo con rabia, con la rabia que despertaba su magia cuando, de repente, sonó el teléfono.

Era su jefe, lo necesitaba con urgencia, con la urgencia propia de algo interesante e importante, de algo como para él, de esos casos que lo hacían sentir vivo, rabioso y mágico. Del tipo de cosas que lo hacían seguir en el oficio en lugar de dedicarse a la panadería artesanal o a cargar limones en un camión viejo.

—¿Me necesita jefe? —dijo López con su voz ronca por el humo del cigarro y el muro de cafeína que ya recubría su garganta.

—López, pase. Llegó un caso de los que le gustan —le dijo el jefe apenas López entró en su oficina- tome, aquí está la dirección. Allá lo está esperando Clemente.

—¿De qué se trata? —preguntó López caminando hasta el escritorio y recibiendo el papel con el primer reporte que solo tenía la dirección de la víctima y el logo de su institución con la firma de su jefe y el sello de recibido.

—¿Qué que paso? Lo de siempre López, otro loco que anda suelto. Hace como media hora nos llegó una llamada de una vieja muerta, una muchacha, según lo que me contó Clemente, la encontraron amarrada a la cama, violada y torturada, mejor dicho, usted se imagina como. Vaya y mire que pasa por allá —le dijo mientras intentaba hacerse el nudo de la corbata— Ah, esta mierda siempre me gana, López ¿usted sabe poner esto?

—¿Y su esposa? —le dijo López sonriendo mientras se acercaba a ayudarle con el nudo.

—Se fue de vacaciones

—¿Sola? —preguntó López sonriendo.

—No, con el de siempre

Ambos rieron. López terminó de hacer el nudo y comenzó a apretarlo

—¿Qué tan fuerte lo quiere jefe, suelto o de una vez lo ahorcó?

—Ahórqueme de una vez, López —dijo el jefe riendo— que si usted no me ahorca me va a ahorcar el comandante, me tengo que reunir con él ahora y no tengo nada que mostrarle.

—Muéstrele lo de los maricas que encontramos muertos.

—No López ¿está loco? A ese tipo no le importa nada ese par de maricas, tengo que mostrarle otra cosa, algo que lo haga quedar bien en el noticiero, usted me entiende. Mejor dígame López ¿Cómo va eso del banco?

—Ya casi, ya casi —le dijo López mirando hacia otra parte

—ósea que tampoco tengo nada de usted

—ya casi

—sí, ya casi y mientras ¿Qué le digo al comandante?

—que ya casi

El jefe sonrió y caminó hasta su chaqueta para ponérsela.

—No sé  qué hacer López, estamos enfrascados, no hemos podido resolver nada en dos semanas. Necesito una bomba, una explosión, alguna mierda que podamos resolver rápido y quedar bien con todos, necesitamos quitarnos ese peso de encima.

Se puso la chaqueta y se devolvió al escritorio para recoger los últimos papeles.

—Necesitamos algo, López, algo de verdad, si no créame que vamos a estar en problemas y van a comenzar a rodar cabezas y usted sabe que a mí no me gusta eso. Resuelva rápido lo del banco, tengo fe que con eso los podemos calmar un rato. Oiga López —le dijo mirándolo a los ojos— ¿Por qué será que en este país los criminales son mejores que nosotros?

En el camino López se fue pensando en las palabras de su jefe, tenía razón, no habían resuelto nada en dos semanas y lo último había sido un ladrón que se había entregado, pero no era su caso y tampoco era de mostrar, necesitaban algo importante, que llamara la atención y que les devolviera la confianza del pueblo y de los jefes, como lo de Urrutia por ejemplo, pero esos casos no aparecían todos los días. El jefe tenía razón, el único caso que tenían para mostrar era el suyo, el del banco, los otros no valían la pena, eran los casos de mutilaciones, violaciones, infanticidios, masacres, desplazamientos, estafas, pero todo eso era de pobres, gente sin importancia que no vendían ni talco para bebés en la televisión. Suspiro llevado por sus tristes pensamientos.

Llegó a la dirección indicada, en pleno centro de la ciudad, en un barrio a unas cuantas calles del palacio presidencial y a otras tantas a la derecha de la quinta del libertador. Un sector de edificios residenciales que parecían un oasis en medio de las barricadas construidas por el mugre y la obsesión de tener algo que de todas formas era ajeno. Toda esa zona de la ciudad siempre se había distinguido por ser peligroso, mafioso y pobre por naturaleza, pero ese sector de edificios no, en esa zona se respiraba el orden, la paz y los arboles parecían de un verde anglosajón y no del criollo que era más mezquino y menos brillante. No se escuchaban los buses y el tráfico que tres calles atrás hacían fiesta, ni se veía la basura o los basureros emblemáticos de las fotos populares. Todo estaba limpio y ordenado, hasta las hojas secas caían y se apilaban en montones por orden de longitud.

La patrulla que lo llevó, de no haber sido por los bolardos y el borde de los andenes, lo habría dejado en el lobby del edificio sentado en un sofá tomándose un café, pero le tocó caminar desde la orilla del andén hasta la puerta. Y aparte había escaleras, como unos veinte escalones bien parados. Era cierto que era delgado, que no era el gordo Torres o el diabético González, pero tanto escritorio le estaba pegando los huesos a la silla y ahora, cada vez que caminaba, sentía las patas del asiento en las costillas y ya le fastidiaban la quinta, sexta y octava vertebra, junto con la molestia de su joroba incipiente que comenzaban a brotar de su conciencia.

En el último escalón se detuvo y miró hacia el cielo, hacia el ambiente calmado, no se movían ni las palomas, no tenían permiso del estrato para hacer ruido. El edificio tenía catorce pisos, su fachada era en ladrillo y tenía dibujada una línea roja en contorno que lo hacía ver más elegante y más alto de lo que realmente era.

Clemente, su más recurrente ayudante lo estaba esperando en la puerta del edificio, siempre vestido con su traje un poco chico y su corbata delgada de colores fríos, opacos o sin alma. En su mano siempre llevaba una libreta abierta con un esfero incrustado en los anillos por si se ofrecía anotar algo de repente. Era tan solo unos años menor que López, tendría unos cuarenta y cinco, pero estaba a siglos de aprender a defenderse como su maestro, eso sí, le ganaba en decencia, en cortesía y en ofrendas para la iglesia, el señor y la virgen del cerro que lo protegía cada vez más… o menos, dependiendo por donde se viera.

—Detective López ¿Cómo está? —lo saludó con una sonrisa y estirándole la mano para saludarlo, gesto que López repitió sin dudar y también con una sonrisa simple.

—¿A qué piso vamos? —dijo López ingresando sin mediar más cortesías con su ayudante.

—Al octavo, detective.

Caminaron hasta el ascensor y Clemente se adelantó a oprimir el botón, esperaron veinte segundos en silencio. Cuando llegó el ascensor López entró primero.

—¿Sabe algo de la víctima? —preguntó López mientras esperaba que las puertas del ascensor se cerraran.

—Sí, detective, se llamaba Manuela Elvira Fuentes De la Cruz

—¿De la cruz? —preguntó López un poco extrañado

—Sí señor, De la Cruz, de los De la cruz que conocemos

—¿Familiar del expresidente?

—Nieta, señor

—¿Es la nieta del expresidente Gustavo De la Cruz Perdomo?

—Era —respondió Clemente

¡No podía ser! Su jefe era muy de buenas, el imbécil que no sabía anudarse la corbata tenía mucha suerte.

—¿Ya sabe algo el expresidente? —preguntó López

—Creo que si

—¿Cree? ¿Cómo que cree?

—Pues nosotros no hemos dicho nada, sin embargo ya llegaron tres tipos enviados por la escolta de él.

—¿Familiares?

—No señor, todos ellos viven en el extranjero; se trata de tres abogados o algo así. No me han querido decir mucho, pero si me han preguntado bastante por el comandante.

—¿Ya hablaron con él?

—Creo que si

—¿Y vieron el cuerpo?

—No, señor. No hemos permitido el ingreso de nadie.

—Bien hecho, no dejen pasar a nadie.

El ascensor se abrió y López se encontró con todo el séquito de empleados forenses y de investigación que enviaban a casos como ese. La verdad era que pocos de ellos aun sabían de la importancia de la víctima, la mayoría la veían como otra más en la lista infinita de mujeres agredidas, eso sí, un poco más bella y con más plata que las que normalmente investigaban, pero nada más. López no les prestó atención, como tampoco a los tres civiles, todos vestidos de traje de la misma marca, con corbata reciente, con zapatos similares de distintas tallas, con cortes de cabello similares, los tres entre 50 y 60 años, enviados por la familia para averiguar qué había pasado; los tres esperando que alguien los llamara para contarles todo, pero se quedarían esperando porque López no era de los que hablaba y menos con personas que se creían mejor que él.

Lo que él quería ver era el cuerpo, clavarse la imagen en su memoria que lo motivara a hallar al asesino y culpable del crimen. Quería verlo, analizarlo, pararse en el último espacio en donde ese cuerpo había tenido vida y decidir si llamaría a su jefe para contarle la bomba y entusiasmarlo o frustrarlo de nuevo porque no valía para tanto. Entró al cuarto, pero apenas entró se detuvo, el impacto era horroroso, escalofriante, incluso para alguien como él que ya había visto la muerte sonriendo y festejando sobre sus hombros.

La mujer estaba desnuda por completo, con las piernas abiertas sin disimulo. Su cuerpo todo estaba cubierto de sangre seca y pegada. Sus manos estaban amarradas a la cama con lo que parecían dos cuerdas de guitarra. Uno de sus pies también estaba amarrado a la cama con lo que parecía un trozo de tela elástica, tal vez de un buzo o una camiseta deportiva de la propia mujer. Sus ojos seguían abiertos, dirigidos con sufrimiento hacia una ventana que no daba la luz por el espesor de la persiana. De su nariz se marcaban dos hilos de sangre oscura que habían brotado en su momento por borbotones. Su boca sostenía un limpión de cocina manchado con sangre y saliva y que colgaba hasta su pecho y que había podido provocarle asfixia o delirio mientras gritaba enmudecida por su existencia. Un mechón de sus cabellos, arrancados de raíz, habían caído sobre su vientre y otro mechón aun colgaba del borde de la cama. Su cuerpo estaba lleno de moretones y laceraciones que validaban la tortura. Tenía una cadena de oro aun colgada de su cuello y en sus manos no llevaba anillos. La sabana estaba cubierta de sangre. Las cobijas estaban amontonadas en un rincón que no se tocó con el crimen, mientras la alfombra estaba cubierta de manchas con gotas rojas como si el infierno hubiera llorado mientras el demonio cometía su espantosa obra. Aunque lo que más impresionó a López fueron los dos caminos de lágrimas ya secas que había dejado su sufrimiento en medio de sus mejillas embarradas de dolor.

López quiso llamar a alguien, pero ni su mamá ya muerta podía aplacar la impresión siniestra que sobre su pecho se cernía. Se llevó la mano a la boca y la arrastró como un sediento mientras miraba de nuevo a la mujer y a sus lágrimas evaporadas y se prometía hacer justicia o no volver a descansar jamás.

Fin del episodio uno.

La próxima semana el episodio dos

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EL EXTRAÑO CASO DE UN ESTILISTA MUERTO. PARTE O4. FINAL



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