SÉPTIMO. EL ASESINO AMABA A CHOPIN



EL ASESINO AMABA A CHOPIN

POR: SIR RICHARD EL ATEMBADO ©

EPISODIO SIETE


EPISODIO SIETE


—¿Quién es Chopin? —dijo López mirando fijamente a Carlos Manuel Mendieta

—¿Qué quién es Chopin? —le contestó Mendieta con los ojos bien abiertos y una sonrisa burlona y sarcástica— Chopin, en pocas palabras, fue el mejor pianista de la historia, componía piezas maravillosas, que llegan al corazón, al alma pura de cualquier ser… Chopin, es un Dios para los  que gustamos del arte y de la música ¿Quién era Chopin? Todo.

—¿Y ya se murió?

—Hace un par de siglos. Lamento que no lo haya escuchado, no sabe de qué se ha perdido. Pero no se preocupe, debo tener algún disco más de él por aquí.

—¿De la misma colección?

—No, claro que no, esa colección es invaluable y parte de su valor es porque ya es muy difícil de conseguir. Solo pocas personas en el mundo tienen la fortuna de poseer algo así, por eso me molestó el hecho de que sus hombres se hubieran llevado esos discos.

—No podemos acusarlos tan pronto

—¿Y entonces a quién? ¿Por qué aquí no entró nadie mas antes que ellos?

—¿Y cómo lo sabe?

Carlos Manuel quedó en silencio mirando a López, era claro que no tenía pruebas para refutarlo, pero en el fondo estaba convencido de que las cosas  eran como él decía. Un momento después dijo:

—Voy a buscar algún disco de Chopin para que lo escuche

Se fue a otro cuarto, repleto de libros, música y piezas artísticas que eran su tesoro y que, al parecer solo le importaban a él. López se quedó en la sala mirando todo lo que lo rodeaba, los discos, los libros, las pequeñas estatuas que adornaban los rincones, los grandes cuadros que colgaban de las paredes con formas tan irreales que eran inentendibles para alguien como él. No comprendía como alguien se podía gastar millones y millones en unas manchas mientras él y Clemente sufrían porque el sueldo no les alcanzaba para caminar bien.

—¡Aquí hay uno! —gritó Carlos llamando la atención de López y haciéndolo caminar hasta ese cuarto.

—Sabía que tenía más de Chopin por aquí a la mano. Es uno de los mejores músicos de la historia. No sé cómo las personas no escuchan más de la historia, solo se dedican a repetir las sandeces que pasan por la radio. No saben de lo que se pierden, es un crimen. Vivir sin sentir el mundo, es un crimen. —dijo mientras colocaba el disco de vinilo en un viejo tornamesa y colocar la aguja para que el disco comenzara a girar— Escuche —le dijo a López mientras comenzaba a sonar el Nocturno en mi bemol mayor, opus 9, numero 2.

Ambos guardaron silencio. Mendieta para mirar a López e incitarlo a que sintiera cada una de esas notas, mientras que López disimulaba entender algo, incluso simulaba cierto agrado, aunque nada de eso le importaba ¿De qué le iba a servir eso en su vida? ¿De qué le había servido a los que la escuchaban? Un momento después, casi al minuto de iniciada la pieza, López sintió el terrible instinto de caminar por el cuarto mirándolo todo, observándolo, dejando que su mente se adentrara en los detalles, en los detalles del caso. No entendía muy bien lo que estaba haciendo, solo entendía que el vecino más cercano de Manuela había sufrido un robo, que él achacaba a sus agentes, pero que López sabía que no era así ¿Para qué querrían sus hombres un par de discos de un músico que no entendía nadie? ¿Y una escultura chiquita que no parecía valer nada? Definitivamente no habían sido sus hombres, pero –tal vez- si había sido su hombre, el que buscaba tanto y el que le estaba quitando el sueño y agrandando las ulceras de sus tripas.

Cuatro minutos después, el siseo acomodado de la vieja grabación se detuvo y apenas instantes después comenzó el segundo tema: El nocturno en do sostenido de Chopin. López lo identificó de inmediato, jamás había escuchado a Chopin pero ese día ya escuchaba por segunda vez esa pieza, la primera vez en la catedral, en los funerales de Manuela. De inmediato su mente comenzó a brillar, su magia comenzó a aparecer. El asesino gustaba de esa música. El asesino gustaba de Manuela. El asesino sabía que esa música era la preferida de Manuela de la misma manera en que los amigos cercanos a ella lo sabían. El asesino amaba a Chopin. Amaba a Manuela. El asesino había entrado al apartamento de Mendieta y había robado dos discos, dos discos de Chopin.

Era muy temprano para sacar conclusiones, pero la magia estaba apareciendo. La magia comenzaba a fluir por sus venas y sus ojos comenzaban a ver con la claridad que tanto lo identificaba. Era de nuevo López, el mejor detective que el país había tenido.

—¿Cómo se llama este tema? —le preguntó López a Carlos mirándolo fijo a los ojos, para descartar por completo con su respuesta si era culpable o no

—Este es el nocturno en do sostenido, es bellísimo. Ha hecho historia, incluso fue la pieza principal en El pianista de Polanski

—¿Polanski?

—Un cineasta, maravilloso por cierto

—¿Él está vivo? —preguntó López seguro de la inocencia de su informante

—Si —contestó sonriendo Carlos— aunque no creo que usted lo pueda encontrar, vive en un sitio oculto en Europa.

—¿Por qué?

—No sé, tal vez, por ser un artista.

—Dígame algo ¿Este tema de Chopin que esta sonando, estaba en alguno de los discos que se le perdieron?

—Por supuesto, es un clásico infaltable como le digo. Estaba en el disco de los Nocturnos, en el disco numero 7

—¿Sabía usted que esta tarde lo tocaron en medio de la ceremonia de Manuela?

Carlos se quedó quieto y se llevó la mano al pecho en señal de duelo, luego se llevó la otra mano a la boca para acallar su nostalgia, en sus ojos apareció una lágrima sentida que quiso aparecer, pero que —por algún motivo— no se atrevía a hacerlo del todo.

—¿Cómo no lo sentí antes? ¿Cómo puedo ser así? Perdóneme, pero es que han pasado tantas cosas hoy, son tantas noticias que no puedo entenderlas todas, no tengo cabeza para tanto ¿Cómo no me di cuenta? Esta era la pieza favorita de Manuela. Nunca se cansaba de escucharla —ahí se acabó el tema y, curiosamente la aguja se saltó y el disco se detuvo, aun así, ninguno hizo nada para remediar el daño y continuar con la música, ahora todo era silencio— Me mató usted, detective. Era la pieza favorita de Manuela, le encantaba su sutileza, su fuerza, su melancolía, la desolación con la que termina. Incluso –dijo Carlos pensando- déjeme pensarlo porque creo que la última vez que nos vimos con Manuela ella me contó algo… si, yo le pregunté por Juan Pablo (porque los había escuchado peleando la noche anterior) y me dijo que estaba furiosa con él porque se le había llevado el cd donde tenía este tema.

—¿El disco de Chopin?

—Sí, el que ella siempre colocaba, según ella se le había perdido y al que le echó la culpa de esa pérdida fue a Juan Pablo.

—¿Por qué se iba a llevar el disco?

—Pues porque sabía que era lo que más le gustaba a Manuela, supongo.

—¿Por esas cosas peleaban?

—Me parece que es una buena razón. Esa es una de las cosas que a mí me pondría de mal humor, que se lleven algo que yo aprecio mucho y más cuando se trata de algo que le llega a uno al corazón.

—¿Peleaban mucho esos dos?

—Como perros y gatos. Desde que Juan Pablo supo lo de Antonia y Manuela, peleaban como perros y gatos

—¿Sabía usted lo de Antonia y Manuela?

—Todos lo sabían. Yo más de una vez las encontré besándose en el ascensor. Incluso alguna vez tomamos algo en su apartamento… hará cosa de tres o cuatro meses.

—¿No le pareció extraño que Manuela cambiara a Juan Pablo por Antonia?

—¿A mí? —dijo Carlos sonriendo y mirando a los ojos a López— No soy quien para juzgar eso. Además, el amor es el vicio más puro que tenemos los mortales

—Pero vuelvo a preguntar: según esa charla que usted sostuvo con Manuela, ella no tenía el disco, su disco preferido

—Según eso, no. Ella me pidió prestado este disco, pero yo no se lo pasé porque se me olvido. Con tantas cosas que tenía que hacer para el viaje, se me olvido. Nunca se lo presté —dijo pensativo— no pude hacerla feliz.

—¿Y ella no pudo haber tomado el disco?

—No, esa colección no se la presto ni a mi madre si estuviera viva. Además, ella no tenía las llaves de aquí.

¡Las llaves! Nadie tenía las llaves de ese apartamento, sin embargo, alguien había entrado mientras Carlos no estuvo y había robado varias cosas, pero no las cosas importantes que cualquier ladrón se habría podido llevar, no. Se había robado las cosas especiales, las cosas que necesitaba para encontrarse con Manuela, para hacerla sentir bien… o para hacerle daño. López abrió los ojos y salió del cuarto rápido, llevado por su instinto y por el corazón que le decía que había encontrado respuestas. Carlos se sorprendió al verlo marcharse tan de repente y sintiendo la curiosidad propia de un chismoso solitario, salió detrás de él.

López subió por las escaleras hasta el apartamento de Manuela. Los guardias que estaban distraídos se sorprendieron al verlo y se levantaron como si tuvieran resortes en los zapatos. Sin decir nada López entró al apartamento y Carlos, aprovechando la ocasión, entró tras él como si fuera invitado por el detective. López caminó buscando el estéreo o algún tornamesa o algo en donde se pudiera escuchar el disco. Por fin encontró un reproductor cerca de una biblioteca con libros viejísimos que seguramente nadie había leído. Los agentes y Carlos lo miraban curiosos, esperando que algo pasara. Lo encendió y un momento después se sintieron los engranes internos del reproductor moviéndose para acomodar las piezas y luego, de forma automática, comenzó a sonar la última pieza reproducida: era el nocturno en do sostenido de Chopin.

López miró a Carlos que tenía los ojos tan abiertos que estaban a punto de salir y romper los lentes de sus gafas. Detuvo el disco después de un minuto, ya habían escuchado lo suficiente. Luego, abrió la bandeja y el disco salió. Lo agarró con cuidado por los bordes para no dañar las huellas y miró a Carlos.

—¿Este es su disco?

—Si —afirmó Carlos casi temblando, sin entender nada de lo que estaba pasando, pero imaginándose la magnitud del descubrimiento— y esa es la caja —dijo señalando desde lejos la cobertura del disco con el retrato impreso del célebre pianista.

—Alguien entró en su apartamento, robo este disco y lo trajo aquí para matar a Manuela mientras lo escuchaba —sentenció López mientras miraba a Carlos convencido de su verdad.

Cuando Clemente regresó a la oficina daban casi las dos de la mañana. Se veía cansado, pero aun así, dispuesto a ayudar a López en su búsqueda.

—Detective —le dijo estirándole la mano—

—Malas noticias Clemente —le dijo López estrechando su mano con firmeza como si hubiera agarrado un nuevo aire y una nueva fuerza

—¿Qué paso?

—La primera —dijo López satisfecho— era que yo tenía razón, Juan Pablo no era el asesino. Todos ustedes estaban equivocados. La segunda que alguien se metió al apartamento debajo de Manuela, al de Carlos Manuel Mendieta, hermano de Josefina Mendieta y robó tres objetos: una escultura pequeña de bronce, de  imitación pero aun así de bronce, con la figura de Isis y dos discos de Chopin, el mejor pianista de la historia, según me han dicho. Ese disco apareció justo en el reproductor que Manuela tenía en la sala y justo sonó la pieza que a ella más le gustaba, la misma que tocaron en la misa.

—¿La que cantó Josefina Mendieta?

—No, Clemente ¿Usted no sabe nada de esto? Era una pieza de piano, no la había podido cantar nadie. Era piano, Clemente, piano ¿Hace cuanto usted no escucha música clásica?

—Nunca, detective —contestó Clemente alzando sus hombros sin querer.

—Por eso es que seguimos pobres, porque no disfrutamos de la historia de la vida.

—Entonces, detective ¿Qué paso sigue?

—Sigue esperar los informes de los objetos dichos y el informe forense que le están haciendo al apartamento de Carlos Mendieta, están buscando huellas o algo así. Mientras salen los resultados, lo invito a que se siente conmigo y comencemos a ver los videos de nuevo, pero esta vez no del octavo piso sino del séptimo

—Pero nosotros ya hicimos eso y no encontramos nada.

—Justamente, Clemente. Tenemos que encontrar lo que antes no vimos.

El entusiasmo les duró apenas un par de horas. A eso de las cinco de la mañana seguían sin ver nada. Nadie había entrado esa tarde o esa noche al apartamento de Carlos Mendieta.

—Nada detective —dijo Clemente bostezando— esa noche nadie entró o salió de ese apartamento. Estamos buscando al hombre invisible

—No puede ser, el hombre invisible ya está en la cárcel. Este desgraciado debe estar en algún sitio o en algún lugar, estoy seguro de eso.

En ese momento sonó el teléfono de López, era su jefe.

—¿López, donde esta?

—En la oficina, buscando pruebas, le tengo una gran noticia.

—Pues yo le tengo otra. El comandante me acaba de llamar. Los médicos le van a dar de alta a Juan Pablo y a las seis de la mañana se lo van a llevar a los juzgados para acusarlo formalmente.

—¿Qué? Pero si él es inocente. —dijo López parándose de la silla.

—¿Otra vez con eso, López?

—No, créame jefe, él es inocente

—¿Tiene pruebas?

—Sí, ya las tengo, él es inocente

Al otro lado el teléfono quedó mudo. No se escuchó nada

—¿Jefe? ¿Sigue ahí? —preguntó López acomodándose de otra forma para mejorar la señal de su teléfono

—Sí, aquí estoy ¿Sabe quién fue el asesino?

—No, aun no, pero lo que le puedo asegurar es que no fue Juan Pablo. Estoy seguro, iniciar el juicio será un error costoso y usted sabe a lo que me refiero.

Se guardó silencio por un momento, hasta que por fin después de tanas cavilaciones su jefe habló:

—Bueno López, le creo. Lo espero en el hospital y hablamos con el comandante antes de que suelte a los medios contra ese tipo y se encienda todo esto… pero López, confió en usted, no la vaya a cagar.

López dejó encargado del seguimiento a Clemente y salió volando al hospital, corriendo contra el tiempo para impedir que el juicio contra Juan Pablo iniciara sin consultar su inocencia.

Cuando llegó al hospital ya todos los noticieros estaban presentes. Las cámaras ya estaban encendidas y las presentadoras se estaban quitando las chancletas para ponerse los tacones. El labial y el café barato corrían por el andén con la misma premura que el tiempo que se le agotaba. Era la hora esperada por todos y ya todos estaban listos para devorarse a la víctima.

Adentro, las cosas estaban peor aún. Ya tenían las esposas, las primas y las sobrinas listas para amarrar a Juan Pablo por si quería escaparse. En el piso ya no quedaban médicos o enfermeras, solo oficiales vestidos de militar, los policías con sus auxiliares de bolillo y los de inteligencia disfrazados de inteligentes esperando las órdenes de sus superiores. Las ordenes de salida y los trámites a seguir ya estaban decorando todas las paredes. Al otro lado del  hospital los bebés recién nacidos lloraban mientras que de ese lado los más viejos guardaban silencio para que la muerte no los encontrara.

López corrió y corrió entre los chalecos antibalas hasta hallar al comandante que estaba hablando por teléfono con su amante, acordando el próximo paseo a las Islas Canarias, donde verían pajaritos amarillos y de colores estridentes mientras celebraban juntos el triunfo en un gran caso.

López llamó su atención y él colgó con desprecio para escucharlo. La cara del comandante era de terror mientras López le contaba lo que había descubierto y como lo había logrado. Al principio, no lo convencieron sus palabras, él quería llevar a Juan Pablo a la cárcel y ese era su objetivo, pero después López (con ayuda de su jefe) lograron que el comandante escuchara las razones y el escándalo que se producirá si iniciaban algo que no podían controlar. La cabeza de los tres estaba en juego, pero López ya había apostado por salvarlas si lo dejaban trabajar como siempre.

—Donde no salga con algo bueno, yo mismo lo mato, López —le dijo el comandante aceptando el plazo propuesto por el detective, así como la inocencia de su sospechoso, otro presunto que quedaba como presunto en la lista infinita de presuntos sospechosos.

—No se preocupe.

El comandante bajo su cabeza y tuvo que convocar a la prensa para decirles que tenía otra noticia aún más importante: la investigación continuaría y la justicia no podía culpar a nadie hasta que no demostrara la culpabilidad del sospechoso.

Todos decepcionados salieron como perros arrepentidos. La madrugada no había valido la pena, por más que se insistió y se insistió sobre la culpa de Juan Pablo y su condena, el comandante y los encargados no dijeron nada. Simplemente guardaron silencio para cuando tuvieran información más concreta sobre el caso. La mañana fue pura decepción. Las agujas del rating apenas si se movieron y tuvieron que colocarles blusas transparentes a las presentadoras para que alguien se fijara en sus reportes. Al final, el silencio de la justicia se había convertido en un crimen de lesa humanidad.

López tuvo que enfrentarse a muchos de sus superiores y explicarles el porqué del revés en la información y la acusación del sospechoso. Ya estaba cansado de tanto discurso y tanta explicación. Eran casi las diez de la mañana cuando sonó su teléfono con la urgencia de tener algo importante que avisarle. Era Clemente.

—¿Hace cuánto me dijo que el señor Carlos Mendieta había viajado a Londres?

—Hace veinte días —contestó López

—¿Comprobado?

—Sí, yo mismo vi el sello de inmigración con la fecha de ayer.

—Pues, detective, lo necesito aquí

—¿Qué paso?

—Un hombre, de unos cuarenta años, entró al apartamento del señor Mendieta dos días antes de la muerte de Manuela.

—¿Y cuando salió?

—Ese es el problema, no salió nunca —contestó Clemente dejando a López pegado al suelo con la noticia.

FIN DEL EPISODIO SIETE.


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