CAPÍTULO SIETE. RELATO DE UNA ESPOSA INFIEL
RELATO DE UNA ESPOSA
INFIEL
POR: PATRICIA KAMINSKI
©
CAPITULO 7
Los invito a leer el resto de capítulos de este relato (les
dejó los links en la parte de abajo). Gracias a todos por ese entusiasmo que
demuestran cada vez que aparecen mis relatos. Los quiero.
CAPITULO 7
Esa noche dormí de una sola, con la satisfacción plena de
haberme quedado seca y de haberme burlado de mi marido en la cara sin que él se
diera cuenta de sus cachos y de su estúpida inocencia. Dormí como la
triunfadora que sentía en mí. Debo admitir que ese lado oscuro me había proporcionado
más placer y satisfacción que todos mis años de señora abnegada; siendo señora había
conseguido una casa, una hipoteca y un par de medias en los cumpleaños, pero
esa otra mujer que había sacado Benji en mi me entregaba placer, sonrisas y
unos tacones que comenzaba a dominar sin problemas.
El problema fue a la mañana siguiente, cuando me fui a
levantar. La alarma sonó como siempre, muy a las cinco de la mañana. Me
desperté con la pereza acostumbrada, pero cuando fui a moverme ¡Mamando! No
pude, un dolor intenso recorrió mi espina dorsal y me dejó quieta en la cama.
Miré a mi marido, él se estaba despertando y no se dio cuenta de que yo no
podía ni mover el meñique. No sabía que hacer, ni modo de llamarlo y decirle:
“Amor, ayúdame a levantar que mi mozo me dejó molida”. No era lo correcto. Tenía
que ser fuerte y levantarme por mi misma. Lo logré con mucho esfuerzo, pero
todo el día tuve el dolorcito en la cintura que no me dejo sentar y dure así
como tres días, estuve a punto de decir que no quería volver a tirar en mi vida,
pero no estaba tan desesperada como para una decisión tan extrema.
Mi vida siguió durante un mes igual a esa semana, dos veces
por semana salía la zorra que tenía adentro y me divertía como una gorda en una
tienda de galletas. Ya tenía rutina, me citaba con Benji un día antes, al día
siguiente salía con la ropa en una bolsa y me cambiaba en el centro comercial
antes de encontrarme en la suite maya con él. Eso sí, no cambiamos la suite
maya y ahora Benji pedía los sándwich de cortesía apenas entrabamos y nos los
comíamos antes de irnos. En los días que siguieron a todo eso, él no volvió a
dormirse después de haber tenido una jornada salvaje de sexo, siempre se
quedaba despierto hablando cochinadas conmigo y, por esa misma razón, no pude
volver a ver el canal porno ni a darme dedo a centímetros de su cara sin que él
se diera cuenta. Que desgracia.
Me encantaba mi vida, de repente y de la forma más insólita,
mi existencia había agarrado un segundo aire, me sentía súper bien, más segura,
mas confiada, como que notaba que mi palabra valía más que antes, ya no me escondía,
ahora ponía la cara y el resto si era necesario. Comencé a sentir como que tenía
mucho valor y aun podía cotizarme muy bien en el mercado. Antes lo tenía todo pero
me faltaba algo, como el
alma o el espíritu de vida que todos debían tener
menos yo, en cambio en ese momento, brillaba, mi vida brillaba; incluso en lo
físico, no solo mi pelo había cambiado, también el resto de mi cuerpo, ya tenía
mis encuentros con Benji como ejercicio. De hecho, le había dicho a mi marido
que me había inscrito en un gimnasio y esa excusa me fue muy útil en todo ese
tiempo. Le decía: “Hoy llegó tarde, voy al gimnasio” y listo, se acaban mis
problemas por un tiempo. Y de hecho era casi cierto porque me sentaba encima de
Benji y comenzaba a cabalgarlo y no me bajaba hasta que sintiera que las gotas
de sudor escurrían por mi espalda o por debajo de mis senos o hasta que sintiera
que el corazón se me salía de lo agitada que podía llegar a estar. Era tremendo
ejercicio. Y se notaba, mi barriga de escritorio ya había desaparecido, tenía
la cola más parada y las piernas duras de tanto hacer cuclillas contra el pecho
de mi amante. Había bajado como unos cuatro kilos en ese mes (mucho más que con
esas dietas de supermercado), estaba dichosa, esa zorra que estaba guardada
dentro de mí, se veía espectacular. No había día, hora o instante en el que
alguien no me mirara con ganas de comerme.
Me sentía halagada, como nunca antes me había sentido. Los
tacones ya los dominaba, de hecho, comencé a desechar los de señora y a comprarme
tacones de aguja cada vez más altos. Lo mismo pasó con mi ropa, lo que me
quedaba medio grande fue a parar a la basura, lo que no me ponía porque me
parecía feo fue a dar a la basura; lo que me regalaban fue a dar a la basura y
comencé a comprarme la ropa que combinaba más conmigo, con la nueva Angie (que
era la antigua pero con ojos que veían claro todo) y con mi pelo recién pintado.
Compraba ropa más ajustada, más mostrona, aproveché que tenía mejor cuerpo y me
compré ropa que lo resaltaba, que me marcaba la cintura y la cola. Un día, era
un sábado, salí de la ducha envuelta en una toalla horrible y comencé a buscar
unos calzones decentes para ponerme, pero no encontré, buscaba y buscaba, revolvía
todo en mi cajón y no encontraba algo que me pareciera mío, que me gustara de
verdad, como que de repente toda esa ropa y esos calzones se me hacían
prestados, de otra vieja, de la vecina que tenía ochenta años y hemorroides. Me
dieron asco, me dieron vergüenza y, entonces, llevada por una fuerza que no comprendía
en ese momento, agarré todos esos calzones ¡Todos! Y los boté a la basura, me
quedé sin un solo, todos los mandé a la mierda. Entonces, me puse los
pantalones sin nada debajo y estuve así todo el fin de semana mientras esperaba
que llegara el lunes para comprar unos nuevos. El lunes, después del trabajo –y
antes de encontrarme con Benji- entre al supermercado y compré solo hilos, como
diez de todos los colores, diminutas tangas que apenas me tapaban media raja
por delante y el huequito del culo por detrás, solo eso y nada más.
Obvio que la supervisión exclusiva de todos esos cambios se
la seguía dejando a Benji, él era el primero en comprobar la dureza de mi cola
o la firmeza de mis senos, así como el primero en ver la ropa que recién me compraba
y de darme su aprobación o sus reniegos por lo comprado, varias veces tuve que
botar ropa a la basura porque a Benji no le gustaba y muchas veces fue él el
que me indicó lo que tenía que comprar para desfilarle después. A mi marido le
tocaba la segunda prueba, las migajas del pastel que mi amante había dejado. Obviamente
en el sexo fue igual, a Benji le tocaba la cabalgata dura y rica y a mi marido
la pose de misionero hasta que se corriera pronto. Eso sí, él también se vio
beneficiado de ciertas cosas que por casualidad le correspondían como las
mamadas, por ejemplo, después de un mes de práctica, yo ya era una experta, no
quedaba pelito sin que yo mojara con mi lengua ni poro que no se excitara con
el roce de mis labios. También estaba que, de cuando en cuando, me emocionaba y
comenzaba a darle vueltas por esa cama hasta que él mismo pedía piedad, no estaba
acostumbrado a eso y quedaba mudo al encontrarse con mi zorra en las narices;
yo creo que más que excitarlo, lo asustaba, pero eso no me importaba mucho
porque era como un juego y eran las condiciones legales de mi vida como esposa
y señora, si salía bien o no era otro tema, porque para gozar, disfrutar y
divertirme, estaba Benji. Lo que más me sorprendía de todo ese “proceso” o
transformación era que mi marido lo recibía con la misma parsimonia de siempre,
en realidad si me decía de vez en cuando que estaba cambiada, que me veía bien,
pero nunca cambió tanto conmigo como para acelerar la cantidad de tiradas a la
semana o para llevar la relación a otro ritmo o nivel de celo. No, eso no
cambió, en cambio sí noté como se sentía de excitado cuando íbamos a un centro comercial
o a algún sitio así y veía como los otros hombres me miraban con deseo. De hecho
comenzamos a ir a eso sitios con mas frecuencia, sin la vergüenza propia de
andar con la señora en medio de tanta pierna sin tocar. En el fondo creo que él
ya sabía de mi relación con otro desde hacía tiempo, pero se ha callado porque
le excita demasiado la idea de que su querida esposa se acueste con otro y le
traiga su olor por la noche.
Solo una vez me puso verdaderos problemas y lo vi de verdad
furioso conmigo por mi comportamiento. Fue un viernes, Benji y yo habíamos
quedado de vernos después del trabajo. Yo iba casi lista, falda, tacones y una
blusa con escote en la espalda que cubrí con una chaqueta verde, chaqueta que todos
alabaron por cómo se me veía. Al salir del trabajo fui al centro comercial y me
quité la chaqueta y de paso el brasier para que la espalda se me viera completa,
debía ser así, claro ¿sino cuál era el chiste de usar un escote que no mostrara
nada? El caso fue que cuando Benji me vio se infartó, le parecí súper sexi y,
en lugar de ir directo a la suite maya, me llevó a bailar y yo encantada
acepté.
Estuvimos en el bar bailando y gozando hasta que terminamos
dos botellas de ron y una de aguardiente. Ya me dolían los pies de bailar y la
boca de reír. La verdad no sé a qué horas salimos del sitio ni en qué
condiciones. Lo cierto fue que llegamos al motel a pedir la suite maya y nos
tocó esperar turno porque otros ya la habían ocupado y nosotros no queríamos
usar otra. Ya sabíamos que ese era nuestro nido y que las manchas en la máquina
del amor y la pata que le faltaba eran culpa nuestra. Estuvimos, besándonos y
sonriéndonos como drogados como media hora, hasta que por fin desocuparon la
suite, cambiaron las sabanas y echaron ambientador para que no oliera a orgasmo
de otros. Nos metimos y pasamos ahí dos horas de sexo puro, pleno y satisfactorio.
Sudé delicioso, conté las gotas que escurrieron de mi frente y de mi cola:
setenta y tres. Luego suspiramos, pero tanto esfuerzo nos pasó factura y nos
quedamos dormidos como un par de piedras en un abismo. Cuando Benji me
despertó, ya era demasiado tarde, eran las siete y media de la mañana.
Encontrar la ropa fue fácil (bueno, con excepción del brasier
que nunca apareció desde que me lo quité en el baño del centro comercial) el
problema fue encontrarme a mí misma. Estaba perdida, pero en serio perdida,
como nunca lo había estado, veía estrellitas por todas partes y el mínimo rayo
de luz me hacia doler las pupilas más que la pupila de mi otro ojito que había
usado bastante esa noche y también estaba dilatada. Ese día si me asusté por
haberme quedado dormida, creí que todo se me iba a escapar de las manos y que
era el fin de mi camino de alegría y lubricidad.
Tenía solo dos opciones para tratar de escapar: mi mamá y una
amiga que hacía tiempo no conocía y que era amiga de mi marido también. Mi mamá
no me servía de mucho, la única excusa con ella era la de haberme quedado esa
noche en su apartamento cuidándole alguna enfermedad inventada, pero no me servía
porque ¿Cómo iba a justificar el dolor de cabeza, el pelo desordenado, el olor
a trago y la falta de brasier? No podía, la única opción era llamar a una amiga
olvidada: a Clarita querida y rogarle para que me tapara la espalda que yo tenía
descubierta del cuello al rabo.
El problema era que Clarita había sido como yo, pero unos
diez años atrás, hasta que los golpes la habían madurado y el sermón de lo que
me podía pasar si mi marido se daba cuenta, fue atroz y, con ese guayabo, peor
todavía, cada palabra me zumbaba en la mitad del cerebro y me dolía no por el
mensaje sino por el ruido de su voz chillona. Aparte de todo, y debido a su
experiencia traumática, se había vuelto Testigo de Jehová ¡La muy puta solo había
encontrado esa opción para redimirse! Duró media hora hablando del señor y de
sus proezas mientras yo seguía soñando con las proezas de mi señor que me había
tenido toda la noche con las piernas abiertas y goteando como una manguera.
Casi no la convenzo, pero lo logré a cambio de prometerle que la iba a
acompañar al culto de su iglesia y que iba a comenzar a leer la biblia desde el
índice hasta el final cuando ya todo el mundo estuviera condenado y ya se
pudiera tirar rico sin ningún tipo de remordimiento.
Acepté. Voy en el Deuteronomio (la muy zorra me hace exámenes
cada rato, perra, cuantos polvos he perdido por su falta de sentido sexual).
Bueno, lo importante es que después de todo eso aceptó cubrirme la espalda y
decirle a mi marido que había pasado la noche con ella recordando viejos
tiempos y que nos habíamos tomado unos traguitos, dos o tres copitas, para
calentar la garganta y que yo no le había contestado el teléfono porque habíamos
decidido que la noche fuera solo para nosotras y nada más. Mi marido era
güevon, pero no tanto, no se iba a creer el cuento. Necesitaba otro plan.
Llegué a mi casa a eso de las nueve, por la demora
convenciendo a Clarita y la demora tratando de ubicarme en la calle porque
estaba tan alcoholizada que no sabía cuál era el norte o el sur y me había confundido
ya un par de veces. ¡Que oso! Crucé un puente peatonal como cinco veces porque
no sabía por qué lado irme. Llegaba a un lado del puente y pensaba: ¿Será por
aquí? Y no, entonces me devolvía y al otro lado lo mismo. Nunca me había pasado
eso y juré no tomar tanto ni hacer el oso atravesando puentes como una loca… no
estaba ni cerca de lo que me iba a pasar después. Bueno, el caso fue que llegué
como a las nueve a mi casa, mi marido no estaba, ni los niños, solo había una
nota en la mesa del comedor que decía: “Voy a llevar a los niños con mi mamá y
vuelvo, espérame porque tenemos que hablar”. Estaba muerta, me provocaba salir
a escoger el ataúd y la fosa común en donde me iban a enterrar, mi última
esperanza era mi amiga Clarita y su palabra para ayudarme.
Me bañe, me vestí como una señora para esperarlo mientras
pensaba en todo lo que le iba a decir, pero no encontraba ninguna salida, por
todas partes perdía. Entonces pensé que la única que me quedaba era la de sacar
a mi zorra para que salvara lo que ella misma había creado. Me fui al cuarto,
me empeloté y me puse el liguero que le había prometido la otra vez, pero que
no lo habíamos podido estrenar por mil cosas (estrenar él, no yo, claro). Me
maquillé, me peiné y me puse una bata encima, eso sí, antes de que llegara me
recé diez rosarios para que la estrategia funcionara.
Cuando llegó yo agarré un cojín de la sala y lo agarré con
fuerza, para desquitarme con el cojín mientras escuchaba el reguero de insultos
que mi esposo me tenía, sabía que no podía contestarle porque empeoraría más
las cosas, entonces, con la frente en alto y la cuca orgullosa, escuché todas
sus ofensas. Duró como veinte minutos, hasta que se cansó y se fue por agua, yo
le pedía perdón, le decía que todo lo había hecho junto a Clarita y nadie más, que
ella no decía mentiras y que era Testigo de Jehová y de otros crímenes y que me
la había pasado toda la noche arrodillada (rezando por nuestras almas, casi
cierto) y que después me había quedado dormida sin darme cuenta de la hora. Que
lo comprobara todo con Clarita. Le pedí piedad cuando nombró el divorcio y le
supliqué por los niños que pensara en los dos, en ellos, en nosotros, en todos.
La verdad era que tenía razón. Había descuidado mucho a mi
familia como para que él no estuviera bravo conmigo, había pasado de ser la ama
de casa entregada y resignada que lavaba platos a ser una visitante casual que
todos veían de vez en cuando. Me reprochó mis llegadas tarde, mis borracheras,
mis cambios de vestir, de peinarme, de maquillarme, de caminar, de actuar con
todos. Mi desdén por ayudarle en la casa, por despilfarrar la plata (y eso que escondía
los extractos del banco para que no se diera cuenta que me gastaba la plata en
moteles y rumba) y por no ayudarle a nadie a vivir mejor. Eso si me ofendió, se
me llenaron los ojos de lágrimas porque era lo que yo había hecho toda mi vida
por los demás, de haberlo necesitado me habría sacado el corazón por él o por
mis hijos, pero lo que él me estaba diciendo era que todos esos años ya no
importaban porque la felicidad mía no se comparaba a los platos que él tenía
que lavar por culpa de mi ausencia.
Pero me callé, lo aguanté todo sin decir nada porque no
quería pelear con él y agrandar los problemas, apenas apretaba ese cojín con
fuerza tragándome toda la frustración que sentía, como lo había hecho durante
todos esos años que había vivido junto a él, años en los que había olvidado
toda mi alegría por culpa de él, por complacerlo a él. Cuando por fin terminó
su alharaca y habló con Clarita para confirmar mis palabras, se calmó. Era el
momento que yo esperaba para demostrarle de todo lo que era capaz.
—Oye —le dije— ¿te acuerdas que
alguna vez compré un liguero que no te pude mostrar?
—Si —me dijo él mirándome serio, disimulando
que estaba loco por verme en liguero.
—Pues pensé que, como la embarré tan
feo, podía remediarlo de alguna forma.
—¿De qué forma? —me dijo él ya con
toda su atención puesta en mí.
Yo no dije nada, simplemente mandé el cojín lejos, a sus
pies, me llevé las manos al cordón de la bata, lo solté y dejé caer la bata al
suelo, mostrándole lo bien que me quedaba ese liguero rojo y negro, lo buena
que estaba quedando con tanto ejercicio y lo fácil que podía ser si él se
portaba bien conmigo.
Sonrió, al principio fue puro nervio, pero luego se sintió más
que atraído por mí, por mi mirada, por ese cuerpo que ya tenía y por la
picardía con la que mis manos lo llamaban. No tuvo de otra, se acercó
lentamente, seducido por el canto empapado de esta sirena tentadora. Cuando estaba
ya muy cerca yo lo atrapé y nos dimos un largo beso, como hacía tiempo no nos
lo dábamos.
—Está bien —me dijo mientras me
besaba— te perdono, pero no lo vuelvas a hacer
Tenía la intención. Juro que tenía la intención de bajarle el
ritmo a mi relación con Benji y balancear los dos lados de mi ser para beneficio
de todos. Pero muchas veces las cosas no se dan como nosotros queremos y, en
cambio, esa fue la última vez que me porte muy bien con él, después de eso, lo
que ha pasado de ahí hasta acá, en este par de meses, ha sido otra historia. La
peor versión de Benji de pronto comenzó a aparecer al tiempo que aparecía la sumisión
en mí que me tiene sentada aquí.
FIN DEL CAPITULO SIETE
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