VI UNA CANECA AMARILLA ¿SERÉ GAY?


VI UNA CANECA AMARILLA ¿SERÉ GAY?

POR: NARCISO EL INDECISO ©


Ay, casi que no me vuelve a tocar, pero por fin volví, ahora me toca mi pedazo de colcha y que bien porque ya estaba sintiendo frio. Uy que terrible, pero ahora volví ¡Qué bien! pensé que me habían dejado por ahí, quieto como una flor. Bueno, a lo que vinimos ¿Les cuento algo?

¡No sé cómo salir de esta angustia! ¡Me duele todo, todo, todo! Y no sé qué hacer ¡No sé en absoluto lo que debo hacer! Ay, no. Yo tan viejo y no sé qué hacer, que desespero.

Imagínense que estaba sin trabajo, estaba varado en mi casa con el único oficio de mirar por la ventana y contar mechudos. Yo me sentía terrible porque no estoy acostumbrado a estar quieto ¡Me desespera estar quieto! A mí me gusta estar moviéndome, activo, para el lado que sea pero que sude, que se note que estoy vivo. Entonces, decidí bañarme, ponerme bonito, ponerme mi mejor pinta y  salir a buscar trabajo, el que fuera, donde fuera y con quien tocara, no me importaba, lo que fuera con tal de no sentirme inútil.

Salí a la calle y fui directo por los andenes a buscar las IAS para conseguir trabajo (la panadería, la droguería, la zapatería, la carpintería, la carnicería) pero nada. Nada de nada de nada. No había trabajo y menos para un hombre con las cualidades mías: que no quería esforzarse, que quería buena paga, que exigía llegar  a las diez de la mañana y un domingo remunerado y con permiso.


Yo andaba y andaba y nada, ya me estaban comenzando a doler los piecitos cuando de pronto, así de repente como un rayo, vi a lo lejos un aviso que decía: “Se necesitan ayudantes de construcción”. Ay, me sorprendí tanto que me quedé inmóvil con la noticia, quieto como una flor. Claro, me puse feliz y me dije: “Esto si es lo mío, con lo que a mí me gusta el palustre”. Y todas esas hormonas por ahí dando vueltas, no, estaba hecho.

De una me decidí. Tomé aire, respiré con fuerza, me armé de valor y cruce la calle para pedir trabajo. Llegué a la construcción, un edificio de cinco pisos que estaban haciendo y tenía solo las columnas y los entrepisos, y como tenía una teja de zinc como puerta, cerré mi puñito y golpee. Y no me abrieron. Entonces volví a cerrar mi puñito y volví a golpear. Y no me abrieron. Y entonces volví a cerrar el puño para golpear con más fuerza cuando de pronto salió el maestro y le doy tremendo golpe en la cabeza, ese señor quedó viendo estrellitas, parecía como si lo hubieran drogado los zombies o las locas de la esquina, estaba así, como muerto y violado con un serrucho al mismo tiempo. Yo estaba angustiado, no sabía qué hacer y apenas le echaba aire con las manos, hasta que el maestro volvió a reaccionar y como que me miró sin conocerme. Yo de una, antes de que reaccionara del todo, le dije:

—Maestro, yo soy el elegido

Él se sorprendió. Me miró de arriba abajo y después se pellizco para saber si seguía vivo o ya se había muerto del tiestazo que le había dado.

—Uy —me dijo— yo si me suponía que el señor iba a volver, pero yo creía que esta vez lo iban a clavar después no antes.

—¡Ay no sea majadero! —le contesté— Yo soy el elegido para ser su ayudante.

—¿Y usted si sabe algo de albañilería? –me dijo sorprendido

—Claro que sé algo —le contesté— yo soy experto en cemento y cargar todas esas vainas que cargan en esos baldes. Si yo he trabajado con todas esas cosas de albañiles, que no sé cómo se llaman, pero para algo tendrán que servir o sino ustedes no cargaban con esa cosas tan pesadas ¿no cierto? Y aparte de todo, para revolver yo soy el hacha. Usted solo deme un palo y yo le revuelvo lo que sea, si usted quiere de toda esa arena yo le hago un merengón bien rico, usted solo me dice y yo lo hago.

El maestro se veía escéptico —como si ya me conociera— pero entonces yo le puse una cara tierna para conmoverlo, así como la de un perrito ahogándose con el chaleco. Él me miraba y me miraba, yo creo que me hacia falta solo la prueba del bikini, hasta que por fin se decidió.

Yo estaba feliz, feliz, feliz. Me puse el casco, me quité la camisa y todo contento le dije:

—Maestro dígame ¿Qué tengo que hacer?

—Tiene que cernir toda esa arena —me dijo señalando una montaña de arena que parecía el Everest y yo me quedé así con la boca abierta.

—¿Y eso cómo es? —le dije

—¿No sabe cernir arena?

—No, pero aprendo, además para eso lo tengo a usted de maestro, para que me enseñe y si no aprendo ¡Tenga! Me puede dar con el palustre, le doy permiso.

Me miró medio rayado, se rascó la cabeza, se encogió de hombros y se fue caminando hasta la arena. Allá agarró una mallita, como si fuera un colador grande y me dijo:

—Esto es fácil, usted agarra la pala y llena esta malla con arena y luego va meciendo la malla como si fuera un bebé.

—Ah, maestro, ahí si me perdona pero yo nunca he tenido un bebé, aunque quisiera, pero ¿Cómo?

—No sea bruto —me dijo— tiene que mecerse como si estuviera bailando

—¿Qué tipo de baile? Si porque no es lo mismo bailar salsa que bailar ranchera.

—Baile como quiera, lo importante es que la arena limpia caiga al suelo y las piedras se queden en la malla.

—¿Y qué tipo de baile le gustaría a usted? —le pregunté mirándolo, comprometido con mi labor.

—El que quiera, eso sí que sea movido porque necesitamos esta arena para esta tarde

—¿Qué tal reggaetón? Ese es movido y vulgar como el gremio

—El que se le dé la gana, pero comience ya.

Uff, con ese genio y eso que era el maestro ¿Qué tal donde fuera uno de los discípulos? Agarré la pala, me acomodé el casco, apreté las nalgas y hágale. A bailar con la pala y la arena. Y pala iba y baile venia. Y pala iba y baile venia. Y así toda la mañana, yo parecía un trompo gozando tanto. Yo no sabía que un albañil gozara tanto pero ya entendía porque todos los del barrio se dedicaban a eso. Si todos se la pasaban bailando como yo, ese debía ser el paraíso completo. Como al mediodía yo ya estaba deshidratado, me dolían los piecitos, parecía la cenicienta con los zapatos de vidrio templado. Ya tenía llaga de tanto bailar. Como seria la cosa que a mis cayos ya les habían salido padrastros con primos, tíos y abuelos a los desgraciados. No, yo ya no daba más, pero no podía parar porque el maestro me había dicho que necesitaba la arena para por la tarde y ya casi era la tarde y yo apenas iba por mitad de montaña.

Entonces, estaba tan cansando que comencé a pensar en una excusa para parar y descansar, pensé en una excusa y en una excusa, hasta que se me ocurrió: ¡Un excusado! Claro, yo de tanto baile no había tenido tiempo para ir al baño y esa era buena excusa, yo no tenía ganas, pero como buen trabajador del sindicato sufría de cistitis psicológica para poder alargar el descanso. Entonces pensé: “le voy a decir al maestro que tengo ganas de ir al baño y con eso tengo un reposo y me siento a descansar un rato”.

Me decidí, dejé la pala y la malla a un lado y me puse a buscar al maestro por todo el edificio, pero no lo encontraba. Y yo decía: ¡Ay! ¿Qué será del maestro? ¿Será que se fue por entre un tubo de estos? ¡Qué desespero! Y lo busqué y lo busqué hasta que por fin lo encontré por allá en el quinto piso y subido en una caneca arreglando el techo.

—Maestro, tengo ganas de ir al baño —le dije

—¿Y qué quiere, que yo lo acompañe?

—No, todavía no maestro, no tenemos tanta confianza, además hay mucho trabajo que hacer, nos atrasamos —le dije— No, enserio maestro, tengo que ir al baño, pero yo no encuentro el baño. Imagínese en todo este edificio y no hay baños.

—Ah, es que todavía no hacemos los baños, pero por eso no se preocupe, haga en cualquier caneca que después lo rendimos con la arena.

—Ay cochino —dije mientras un escalofrío me recorría el cuerpo y el maestro se reía.

—¿Sabe qué? —me dijo él acercándose y pasándome una soga, yo pensé que era para que me lo amarrara para no orinar, pero no— Tome esta soga, me voy a subir al techo a revisar los tubos del agua y usted agarra esta soga para que yo no me caiga ¡No la vaya a soltar ¿no?! Donde la suelte me voy al piso

—No, tranquilo maestro, yo la agarro duro, confíe en mí. No sea desconfiado ¿Cómo que usted desconfía hasta de su sombra, no?

—Bueno —dijo él

Agarré la soga con fuerza de un extremo y él se amarró el otro extremo a la cintura y lo apretó con fuerza, duro, duro como una bestia. Yo me quedé un rato esperando a que el maestro se subiera al techo. Él hizo un montón de maromas, pero por fin se subió al techo y yo ahí con la cuerda agarrada como Tarzán con su vejuco. Cuando de pronto, veo una caneca amarilla al frente mío, no me había dado cuenta, pero ahí estaba, mirándome, incitándome a que la usara. Y de repente me dieron ganas de hacer, maldita caneca, todo por culpa de ella. Y comencé a moverme de aquí para allá aguantándome y la caneca que me incitaba. Y yo apriete y apriete y la caneca ahí, con la geta abierta mirándome. Y yo pensé “¡Qué asco! ¿Qué tal yo orinando ahí?” Y me quedé quieto como una flor mientras miraba la caneca y pensaba en todo lo que podía hacerse ahí ¿Cuántos orines cabrían en una caneca de esas? ¿Y para llenarla cuantas cervezas se tendría que tomar uno? ¿Y si a uno le daban ganas del resto? ¿También en la caneca? ¡Ay, no! Pensé “¡Le debe quedar a uno marcado la geta de la caneca en el culo!” Y me estremecí de solo pensarlo, pero al estremecerme alcancé a soltar el lazo y cuando quise agarrarlo otra vez, me ganó y cuando vi fue al maestro cayéndose del techo y directo a la calle.

¡Ay, no!

Y yo pensé: ¡Ay, como que metí la pata! Que susto. Y aquí estoy, no me he podido mover. Quedé quieto como una flor ¡No sé qué hacer, si bajar a recoger al maestro con la pala o sentarme en la caneca y desahogarme de tanta angustia! ¡No sé qué hacer! ¡Ayúdenme! ¿Qué hago? ¿Qué es lo que se hace primero en estos casos? ¡Ay, yo no sé! Tengo migraña de tanto pensar. Me duele todo el cuerpo. Creo que me voy a desmayar…

Con ustedes y, en frente de una caneca amarilla

Narciso, el indeciso.


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