EL EXTRAÑO CASO DE UN ESTILISTA MUERTO
EL EXTRAÑO CASO DE UN
ESTILISTA MUERTO
POR: SIR RICHARD EL
ATEMBADO ©
PRIMERA PARTE
Antes de comenzar les doy las gracias por recibirme en La
colcha, parche parlanchín y a todos los lectores por abrirme este espacio
único, oportunidad exclusiva para cumplir uno de mis sueños: el de publicar un
relato por entregas, esto quiere decir por capítulos tal como lo hicieron en su
tiempo maestros tan indispensables como Fiodor Dostoyevski, Charles Dickens, Alejandro
Dumas, Gustave Flaubert o nuestro celebrado Edgar Allan Poe quienes publicaban semanalmente
parte de sus relatos en distintos periódicos hasta completar la serie total; y
ahora como La colcha, parche parlanchín me lo permite a mi (guardando las
distancias, por supuesto). Este primer relato tendrá cuatro partes que se entregaran
cada martes al filo del atardecer. Les agradezco de antemano por su lectura y
por el tiempo sabiamente invertido en leer, aunque sea este humilde texto.
Como reportero de la vieja época, de esa en la que uno tenía
que bajarse a la calle e investigarlo todo hasta encontrar la verdad, me he
topado con muchos casos chocantes, impactantes, agresivos, incoherentes y, por
supuesto, con casos extraños que parecían ser simples accidentes de un destino
inoficioso pero que terminaban siendo casos de crímenes premeditados con propósito,
causa, consecuencia y precisión. Este es uno de esos extraños casos y más
extraño aun fue la conclusión de esos hechos, porque como se verá a lo largo de
la crónica, las conclusiones fueron escabrosas y malsanas aunque la justicia de
nuevo no llegó, y sus protagonistas finales no recibieron escarmiento alguno, dado
-entre otras cosas- a la importancia
social de sus nombres. Las cosas entonces, por lo menos hasta este momento, siguen impunes y en el más absurdo de
los secretos.
Aquel día acababa de llegar a mi oficina en el periódico, por
oficina describo a un cubículo de tres paneles a la altura del ombligo, una
tabla de madera aglomerada con formica gris que simulaba un escritorio y una silla
reclinable a la que le había falta una rueda, además de un computador viejo con
un teclado de teclas invisibles y su respectiva taza de café con el logo de la
empresa ya a medio teñir.
Eran las cinco y media de la mañana cuando recibí una llamada
de mi jefe inmediato, el redactor judicial que me mandaba a cubrir una
explosión pequeña ocurrida en una casa en un barrio medio de la ciudad, al cual
(para no ofender a nadie) lo llamaré con el primer nombre que vino a mi mente:
“Bolivia”. Como era habitual me iban a acompañar un fotógrafo y un asistente
para recoger información suelta de los vecinos, pero por aquello de la palabra
explosión se decidió que podía ir el apéndice de reporteros del noticiero de
tres pelos que tenía el periódico y que ellos podían hacer un cubrimiento
especial de la explosión desde distintos ángulos, cada uno más marcado que el
anterior con desorden, banalidad e incorrección, que era el plato típico de un
noticiero televisivo que se repetía cada tres horas desde las ocho de la noche…
tiempos de escases, se notaba la avidez de urgencias, de esas que hicieron
gloriosas las planas con las palabras: guerra, masacre, brutalidad y comercio
que llenaban las primeras páginas cada día y que dejaban sendas heridas y quemaduras
de tercer grado en las almas que las leían y bolsillos llenos en las que las
publicaban. Esos eran tiempos pasados que no parecían volver y, por tanto,
cualquier muerto y cualquier explosión se convertía de inmediato en relevante.
Llegué en taxi a eso de las seis de la mañana al lugar de la
explosión. Aun la zona estaba acordonada y quedaban un par de policías vigilando
para que nadie traspasara el fuerte construido con cintas de plástico que prohibían
el paso. Los carros institucionales estaban repartidos de a tres en cada esquina,
pero sin movimiento aparente, una costumbre ya cotidiano que se debía más a su presencia tragicómica
de mostrarse ante la prensa y aparecer en la foto y no a su labor fundamental
de investigar en sí. El cuerpo ya había sido levantado y lo único que faltaba
por recuperar eran los rumores y conclusiones que se podían publicar y satisfacer
la poca ansia entre nosotros.
Lo primero que supe al llegar, era que la piernona y yo
habíamos llegado demasiado tarde, a pesar de haber llegado casi al tiempo con
todos nuestros colegas. La cantidad de chismosos alrededor había mermado
considerablemente y los que se veían por ahí cerca parecían estar tan desinformados
como nosotros. Es decir, los verdaderos rumores tenían que investigarse mejor
porque los que merodeaban a esa hora por allí, ya no tenían validez.
Me acerqué a la reja y a medida que me acercaba sacaba mis conclusiones.
El aviso decía todos los datos básicos sobre la víctima, el local se llamaba: “Salón
de belleza y estilo Brian´s” un fondo negro con visos purpuras y letras
plateadas en cursiva, con tres flores amarillas a cada lado para resaltar las
letras, un truco muy usado (aunque casi nunca logrado) por los diseñadores gráficos
de los barrios que fabricaban todos los avisos comerciales de los locales con
la misma plantilla. Casi podía definir a Brian sin haberlo conocido jamás. Por
la combinación que había escogido para su negocio era un hombre de unos
veintinueve o treinta y dos años, el color negro del fondo del aviso nos decía que
le gustaba la noche y se sentía bien en la oscuridad, por los visos purpuras
nos señalaba que le gustaba el baile, el movimiento y las luces laser y
parpadeantes de la pista de baile, no era una persona quieta sino, al contrario,
dinámico y reflejaba una constante alegría. Por las letras plateadas simulaba
tener estilo, estar al tanto de su medio, leer revistas de moda, de peinados y
ser farandulero, seguramente se habría tomado alguna foto junto a mi compañera
periodista y, tal vez, le habría pedido la marca de su labial para comprarse
uno después. Las letras cursivas ya sabíamos lo que significaban y las flores
amarillas nos querían decir que le hacía falta algo a todo ese paquete, algo
real, algo íntimo y que andaba buscando por ahí, que su vida no era completa y
ya sea por su familia o por sus costumbres, trataba de llenar ese vacío con
detalles cariñosos y baratos que
pudieran devolverle la sonrisa que él anhelaba siempre tener a su lado. Nuestro
amigo Brian quería quedar bien con todos aunque en el fondo quería ser libre
para disfrutar de su propia oscuridad, eso sí (como todos los del gremio) con
la palabra yo como centro de cualquier actividad.
Con eso podía escribir el reportaje, pero yo no había ido a
escribir sobre Brian sino a descubrir como había muerto Brian y, sobretodo, por
qué había muerto Brian.
La reja estaba pintada de negro, pero rayada con las letras
incomprensibles de los grafiteros vándalos que confundían el arte con la
estupidez. Era tipo cortina –es decir, de bajar y subir- y un poco más abajo de
la mitad había un boquete del tamaño de un balón de futbol, alrededor de aquel hueco
toda la reja estaba sumida con una cierta forma elíptica; lo que quería decir
que aquel golpe, mas producto de la explosión, se había provocado por el
impacto de un objeto pesado sobre la reja y, dada la magnitud del boquete (que
era como un balón de grande) se podía concluir que el objeto que impactó sobre
la reja no había podido ser otro que el cuerpo de nuestro amigo Brian, que seguramente
había recibido el golpe crudo de la explosión, tal vez unos cinco metros adentro
y la onda lo había enviado contra la reja; y que, según el impacto, lo primero
del cuerpo de Brian que había tocado la reja había sido su cabeza, con lo que podía
concluir que Brian había muerto más del fuerte golpe de su cabeza contra la
reja que por la propia onda de la explosión.
Unos pasos más allá me di cuenta que la reja era de hierro y
no de aluminio como se hacía en los últimos años, lo que quería decir que el
local era viejo y que sus dueños no habían cambiado esa reja en mucho tiempo. La
casa me lo confirmó, era una casa de dos plantas con terraza en el tercero, se
veían las figuras de las columnas y de los cimientos debajo del pañete escaso y
cuarteado. Eso salvó a todos los integrantes de la casa, ya que no se
registraron más víctimas que Brian, debido claro, a que la casa tenía esa
protección y no estaba hecha en madera o con entrepisos en placa fácil o
cualquier otro material que se hubiera destruido con el impacto. Era una casa
resistente porque no había permitido daños estructurales severos en ninguna
casa vecina. Apenas vidrios rotos, cables sueltos y algún electrodoméstico
dañado o que su dueño quería cambiar aprovechando la ayuda que prometía la alcaldía
a los damnificados. Costumbre indecente en nuestra sociedad corrupta.
El primer dato desconocido para mí de un solo golpe, provino
de una vecina que lloraba por su televisor fundido, que me aseguró que el
estruendo fue muy fuerte y se había
escuchado a eso de las cuatro de la mañana, para más precisión, minutos después
de las cuatro de la mañana. Eso me detuvo ¿Qué hacía Brian un jueves a las cuatro
de la mañana en su local? ¿Vivía allí? ¿Le iba tan mal, o tan bien, que tenía
que atender al público a las cuatro de la mañana? ¿Era común que Brian estuviera
en su local a esa hora?
Brian Alexander Sánchez Godoy de 32 años de edad, nacido en
la capital, hijo de Víctor Sánchez, albañil retirado de 76 años y de Otilia
Godoy Cruz ama de casa resignada, había sido la única víctima fatal de una
explosión ocurrida en su salón de belleza en el barrio Bolivia a las cuatro de
la mañana del 16 de septiembre del año en curso. Así se registró en todos los
medios y poco más, entrevistas, lágrimas, gritos, berridos y nada más, paso a
la siguiente noticia o al cambio de fichajes en el futbol de Europa.
La verdad a mí también me pareció su deceso un simple
accidente causado por la cruel condena de seguir vivos, eso y la triste
coincidencia de estar un jueves a las cuatro de la mañana en su local, nada más.
Sin embargo, antes de irme hubo algo que llamó poderosamente mi atención, la
llegada de sus dos mejores amigos: Cristofer y Andrés. Ambos llegaron a eso de
las seis treinta, con ropas sin duda de la noche anterior y con un inconfundible
olor a trago de contrabando, a cigarrillo barato y a sustancias lujuriosas que
no valía la pena aclarar. Hicieron una escena estrambótica, propia del gremio,
con gritos, con chillidos, con blasfemias a los cielos, con insultos a los
demonios, todo el paquete completo. Aparentemente normal en amigos que se
quieren mucho, pero que definía y me confirmaba la clase de vida que llevaba
Brian en las noches y dentro de su comunidad: alegre, extrovertido y exagerado
a pesar de seguir usando pantalones y calzoncillos.
La policía, por supuesto, no los dejó pasar del cerco de
seguridad que habían puesto (las cintas de plástico, en oferta en la ferretería)
y los amigos de Brian tuvieron que alejarse un poco bajo amenaza de bolillo en
la cabeza. Uno de mis colegas aprovechó el dolor para enfocarlos y hacerles una
entrevista en vivo, de dos o tres minutos, justo lo necesario antes de ir a comerciales.
Y mientras hablaban, yo solo confirmaba lo que ya había concluido: rumbero,
amable, feliz y orgulloso de su estilo. Así era Brian. Una cosa que yo no
concluí: su sueño de toda la vida había sido montar un salón de belleza que
llevara su nombre y apenas lo había conseguido seis meses atrás, después de una
fuerte lucha contra el destino que lo señalaba por su condición sexual, su
alegría exuberante y su férrea pelea por su libertad y sus creencias. Consideraron
el hecho como injusto, como el pago mísero a tanto esfuerzo y como la recompensa
vacía a sus innumerables levantadas después de sus terribles caídas.
Cuando mi colega les preguntó por la última vez que lo habían
visto, ambos volvieron a encender la máquina de las lágrimas y los berridos y
dijeron que había sido la noche anterior en un bar que frecuentaban y que a eso
de las dos de la mañana lo habían visto por última vez. Me atreví entonces a
preguntarles si Brian acostumbraba a estar en su salón de belleza a esas horas
de la madrugada y me contestaron que algunas veces lo hacía, aunque no era su
costumbre. Sobretodo ocurría cuando se cansaba del ritmo de la rumba y quería
tener algo más calmado y personal.
Entendí entonces que el salón Brian´s no era solo un salón de
belleza comercial sino que también era el centro de encuentro del grupo de
amigos más cercano al difunto y, que a simple vista, era bastante grande.
Incluso se podía concluir que era mayor la tertulia que el negocio y eso me
causó curiosidad. Pregunté si sabían cómo le iba a Brian con el salón en
términos económicos y ambos coincidieron en contestar que no iba muy bien, que
se veía a gatas para pagar el alquiler del local y que a veces eran tantas sus
pequeñas deudas que tenía que recurrir a otros oficios para poder cubrirlas por
un tiempo. Pregunté por un posible suicidio, pero ambos negaron de facto esa
posibilidad y agregaron que esos últimos días vivieron momentos muy felices.
Corroboré esa información con algunos conocidos más de Brian
y con los dueños de la casa afectada, un par de abuelos pensionados que se veían
mas preocupados por el dinero para reponer los vidrios y los daños de la casa
que por la muerte de su inquilino. El dueño, don José también se veía preocupado
porque Brian no le había cancelado el último mes de alquiler y no sabía a quién
cobrarle, pensaba con quedarse con alguno de los aparatos sobrevivientes a la
explosión para consolar la deuda. Todo coincidió a excepción de un par de
vecinos que si afirmaron estar cansados con Brian por el volumen alto de la
música que escuchaba y por la algarabía inaudita que expresaban él y sus amigos.
A los demás les parecía una tragedia normal, como tantas
otras, pero a mi había algo que me obligaba a permanecer en el sitio, esperando
algo más tangible a mi entendimiento. Fui a medicina legal a escuchar las
conclusiones forenses. Hacia el mediodía salió el director de la institución a
divulgar su dictamen: Brian había muerto (como yo había dicho) no a
consecuencia de la explosión sino a consecuencia del impacto terrible de su
cabeza contra la reja del local. Su cuerpo no sufrió mutilaciones, lo que
quería decir que no recibió el golpe de la explosión cerca sino a unos dos
metros del sitio, también se concluyó su estado de alto alicoramiento y algunos
rastros de semen en su ropa, dando respuesta a la pregunta de lo que estaba
haciendo Brian en el lugar. Sin embargo, había más, el informe de los bomberos
y de la policía dio como resultado una explosión provocada por un corto circuito
y una instalación mal hecha que provocó que la caldera de esterilizar los
instrumentos del local estallara. ¿Acaso eso era posible?
Y comenzaron mis preguntas, lo que yo venía esperando:
¿Por qué iba a tener encendida una caldera a esa hora si estaba
bailando y no trabajando? ¿Quién había estado con Brian antes de la explosión?
¿Por qué esa persona se había salvado o estaba herida por ahí? ¿Qué había
pasado realmente con Brian entre las dos y las cuatro de la mañana? Las
preguntas eran demasiadas y las respuestas las contaré en la próxima entrega.
La semana próxima nos vemos.
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