EL MENSAJERO ERRANTE
EL MENSAJERO
ERRANTE
POR: ARGUINALDO ©
Amigo, amiga que me lees, Hola, te saluda tu amigo Arguinaldo
que viene a traerte un mensaje de esperanza y de fe, un mensaje que te hará
sentir bien, que te hará borrar esa nube oscura que se posa sobre tu ánimo y
que te impide ver la luz hermosa que se refleja sobre tu rostro.
Te voy a contar una historia que te dejara pensando y quiero
que le dediques el tiempo suficiente y necesario para apropiarte de su mensaje.
Recuerda que el tiempo que dediques en la vida
para ti mismo no es un tiempo perdido... a veces con tanto ruido, tanta
pantalla, tanto mensaje y tanta congestión de colores, te saturas y no alcanzas
a ver nada frente a tus ojos más que destellos de algo poco importante. Por eso
es necesario que, de vez en cuando, te pauses, respires y tomes un par de
minutos para reflexionar sobre tu vida y las cosas valiosas que te rodean en
verdad. Por eso te repito: el tiempo que te dediques, no es tiempo perdido y jamás
lo será.
Esta historia le ocurrió a un muy buen amigo, hoy en día muy
apreciado en nuestra sociedad, muy reconocido, con mucha plata y, sobretodo,
muy admirado por su obra y su compromiso social. Hace unos 30 años, cuando nada
de esto existía y todo era más complicado, nuestro hombre llegó a la ciudad. Había
vivido toda su infancia en el campo junto a sus padres, ayudándoles con las
duras tareas propias de la vida rural, hasta que un día pensó que la vida podía
ser más fácil que eso y llegó a la ciudad cargado de ilusiones.
Comenzó por buscar un trabajo, pero pronto se dio cuenta que
las cosas no iban a ser tan fáciles porque no tenía ningún tipo de
capacitación, apenas sabía leer y escribir, y ni eso porque tampoco sabía leer
de corrido y lo de escribir lo había hecho solo un par de veces en su vida,
algo simple y necesario. Fue de aquí para allá sin encontrar nada, sintiéndose
atropellado por la ciudad, por su caos y por su temperamental ritmo, ajeno
completamente a sus costumbres tranquilas, silentes y pausadas en el campo. Al
final, un amigo que recién había conocido en su inquilinato le avisó de un
trabajo que estaban ofreciendo en una empresa y para el cual no se requiera
ningún tipo de capacitación o experiencia: mensajero a pie.
La idea no le gustó al principio, no le parecía un gran
cambio dejar de caminar horas interminables en el campo para andar horas interminables
en la ciudad, pero no había otra, no tenía más opción, así que decidió presentarse
y aceptó el trabajo más que con devoción, con consuelo.
El jefe de nuestro mensajero no sabía en dónde ubicarlo
porque nuestro hombre no sabía nada de direcciones, de calles, de carreras, de
diagonales ni de trasversales, de nada sabía, pero el buen jefe le
dio la
oportunidad de entregar las cartas personales en el centro de la ciudad. Lo
puso en el centro porque allí era más fácil ubicarse y lo puso en la sección de
cartas personales porque no eran tantas como el correo empresarial ni tan
trascendentales como las facturas o los extractos de los bancos, mucho menos
las encomiendas o los paquetes grandes que tenían que llegar en perfecto estado
y para lo que la empresa tenía un personal más experto.
Comenzó su trabajo entregando casi doscientas cartas al día,
algunas esperadas, otras no; algunas con buenas noticias, otras no, algunas
llenas de alegría y otras cubiertas con una inevitable tristeza. Algunas de
países remotos y lugares desconocidos, otras de la vuelta de la esquina, de un
par de calles más allá o incluso de su pueblo en el que nadie escribía o se atrevía
a decir que lo hacía. Al principio le costaba trabajo ubicarse y hallarse entre
las paredes, pero día a día fue resolviendo sus problemas y mejorando en su
trabajo.
Al mes, estaba feliz, llegaba muy puntual, recogía el enorme
paquete lo metía en un morral y salía a repartir como si se tratara de una
función de vida o muerte. Su cara se había transformado por completo con el
primer pago, había dejado la resignación a un lado y ahora se veía vigoroso,
alegre y lleno de energía. Tenía demasiadas razones para estarlo, la primera
porque había encontrado trabajo, la segunda porque había triunfado en una
ciudad hostil y distinta a las flores que lo habían rodeado toda su vida, la
tercera porque sentía que tenía un buen futuro y que con cada paso estaba
sembrando un gran porvenir, la cuarta porque se sentía útil y necesario… como
nunca alguien lo había hecho sentir.
Se convirtió en un experto mensajero. En seis meses dominaba
el negocio y las calles como si hubiera nacido en medio de ellas. Y así pasaron
los años. Nuestro hombre se enamoró y se casó con su primera y última novia.
Tuvieron dos hijos, ambos varones y a ambos quisieron darles un futuro mejor de
lo que ellos habían tenido. Entonces, nuestro hombre junto con su esposa reunió
ahorros, compraron un lote y comenzaron a construirlo con cada centavo y con
cada gota de sudor que le dedicaban a su noble empresa de tener una familia
feliz.
Curiosamente al mejorar su vida y su práctica también mejoraron
las ofertas, pero él las rechazó todas.
Sus jefes le proponían ascensos cada dos o tres meses pero él los rechazó
todos, decía que así estaba bien, que así se sentía bien ¿Qué para que mejorar?
¿Para qué complicarse la vida si ya tenía una vida feliz?
Y un buen día, pasados ya más de quince años trabajando en
esa empresa, su jefe lo llamó a la oficina y le pasó la carta de despido
—Pero ¿Por qué? Si yo soy el mejor en
mi trabajo, no hay quien lo haga mejor que yo y, además llevó más de quince años
trabajando para la empresa, no es posible que me echen así, como a un perro.
—Pues sí, todo eso es cierto —le
contestó el jefe— usted es el mejor en lo que hace y lleva en la empresa más de
quince años, por eso para mí fue tan difícil llamarlo, me demore mucho porque
yo lo aprecio mucho, pero ya ve, la vida es así y no se puede evitar lo
inevitable.
— ¿Qué quiere decir? —preguntó
nuestro hombre
—Quiere decir que mientras usted
caminaba y daba vueltas por la calle el
mundo daba vueltas sobre usted. Es increíble que usted no se haya dado cuenta
pero las cosas han cambiado mucho desde que usted llegó a la ciudad. Ya las
personas se comunican con demasiada facilidad, tienen decenas de herramientas
para contarse sus cosas y ya dejaron de escribirse cartas personales. y como
usted nunca quiso aprender ningún otro oficio, pues tengo que decirle con mucho
dolor que ya no tenemos trabajo para usted. Ya no hay cartas personales para
entregar a los demás.
Triste, con su corazón adolorido, nuestro hombre se fue para
su casa. Los primeros días fueron muy duros, no dormía, no comía, no hablaba
con nadie, entró en una tristeza inconsolable. Hasta que un buen día, un tarde
de lluvia vio a sus hijos entrar empapados a la casa y reaccionó, se dio cuenta
que tenía más porque luchar, que él no estaba solo en este mundo y que ellos
dependían de su fuerza y su coraje. Se levantó de su silla convencido en volver
a empezar y encontrar una nueva manera de trabajar y volver a llevar el sustento
a la casa.
Al día siguiente salió temprano a buscar trabajo, pero en
cada empresa que tocaba le decían lo mismo: que ya nadie escribía, que él no sabía
hacer nada más y que su experiencia era insuficiente para el ritmo nuevo de la
vida, en conclusión: que estaba ya más viejo y desgastado que el propio mundo
que lo sostenía. Frustrado llegó a su casa y se dejó caer en el primer lugar
que encontró.
— ¿Qué le dijeron? —le preguntó su
esposa ansiosa por saber las noticias
—Nada —dijo él casi sin fuerza- que
nadie me va a dar trabajo porque la gente ya no se escribe.
— ¿Y porque ya no se escriben? —pregunto
su hijo más pequeño— ¿se dejaron de querer?
—No —dijo el sonriendo— no se dejaron
de querer, es solo que ahora tiene otras formas, otros correos y a nadie le
parece importante compartir un pedazo de papel con otro… y ese papel era lo que
repartía yo.
Pasaban los días y nuestro amigo se consumía más en la
tristeza y en la desolación. De pronto, un día apareció una carta bajo su puerta,
era una carta sin importancia enviada por una empresa entre diez mil que usaban
ese medio como publicidad, sin embargo, le dio la fuerza a nuestro amigo para
volver a sonreír, para volver a creer en lo que hacía y en su papel en este
mundo. Ese fue el momento en el que su vida cambió, ese papel le dio la fuerza para
volver a creer que las cosas no estaban perdidas. Se levantó decidido a dejar
su mala fe a un lado, decidido a cambiar su vida de una vez y para siempre,
pero de la forma que más le gustaba: repartiendo mensajes de amor, de amistad y
de recuerdos gratos.
Lo primero que hizo fue ir a la cocina donde estaba su esposa
concentrada lavando platos. Él la miro sonriendo y ella le respondió con su atención:
—Por fin encontré la respuesta —le dijo
él
— ¿Cuál?
—Soy mensajero ¿no? Entonces mi deber
es llevar un mensaje.
Ella le sonrió sin entender muy bien todavía lo que decía,
pero él si sabía. Lo que lo había hecho feliz durante su vida no era repartir
cartas sino llevar mensajes, un mensaje desconocido para todos menos para aquel
que lo recibía y lo aceptaba de sus manos anónimas. De inmediato, casi como un
rayo, le llegó una idea genial (motivada obviamente por su alegría). Camino hasta
la sala, agarró un lápiz y un papel y comenzó a escribir:
“Querido amigo.
Si lees esto es porque aun te queda tiempo y energía para
creer en los demás, en su honestidad y en su dignidad. Si lees esto es porque
eres valioso y tu valor y tu honor te hacen fuerte. Te felicito. Me conmueve tu
lucha y tu bondad. Quieres hacer lo correcto de la manera correcta y por eso
nada ni nadie se interpondrá en tu camino, pero tienes que ser persistente si
quieres lograr lo que deseas. Te doy las gracias por ser como eres. Te agradezco
con todo mi corazón porque gracias a personas como tú, a amigos como tu es que
yo me levanto cada mañana y le agradezco a Dios por la existencia. Si no fuera
por ti, por tu entrega y tu humildad mi amanecer estaría perdido y mi andar sería
inútil, pero es gracias a la nobleza de tu corazón que mis pasos están llenos
de esperanza ¡Gracias! Me salvaste la vida. Gracias a tu sonrisa tengo la alegría
para recorrer mi camino con más seguridad cada día.
Gracias.
Atentamente:
Un amigo que te admira
P.D. Si tienes a alguien a quien agradecerle no dudes en
hacerlo. No sabes cuánto esa persona necesita que lo aplaudan por hacer las
cosas bien, a veces solo aplaudimos a unos pocos sin darnos cuenta que todo lo
que nos rodea está ahí porque alguien como tú o como yo estuvo allí antes para
construirlo todo. Escríbele a esa persona y recuerda darle las gracias también a
mi nombre.”
Sin pesarlo salió a la calle, saco 100 copias de la carta las
metió en 100 sobres y se fue caminando de calle en calle repartiéndola en casas
en donde él sentía que necesitaban que alguien valorara todo el esfuerzo que hacían.
Lo hizo sin importarle el color de la fachada o el número de pisos o ventanas
que tuvieran esas casas porque no lo hizo por negocio o para promocionar algo,
lo hizo con la fe de llegar a un corazón noble que lo escuchara y le sonriera a
la vida con el mismo anhelo con el que él había escrito su mensaje. Así hizo
dos o tres días seguidos.
Pronto se comenzó a esparcir por el barrio el rumor de la
esperanza que un humilde mensajero les había entregado a todos con un mensaje
tan simple como la felicidad misma. Y él estaba feliz y las cosas en su vida
comenzaron a mejorar de manera profunda. Primero los vecinos comenzaron a
saludarlo con orgullo, con alegría; no como una cosa que anda por ahí,
sino como el ser que era y que valía
tanto. Luego lo llamaron en las iglesias, en los colegios, en las empresas del barrio
para que hablara de su mensaje y llenara de humildad esos corazones soberbios. Y
ese se convirtió en su trabajo: ser mensajero de la humildad en las épocas de
orgullo.
Se convirtió en el mensajero errante de una misiva alegre y conmovió
a muchos, llenos muchos corazones de desamparados, vació la codicia de muchas
almas corrompidas y puso a reflexionar a muchas personas sobre el sueño de que su mensaje humilde era más y
mejor consuelo que un discurso ajeno rodeado de dinero ajeno.
Viajó por muchas partes, a muchos lugares del mundo y se hizo
célebre por terminar sus presentaciones con la misma frase: “Bájate de esa nube
de ilusiones, pon los pies en la tierra, agradécele a la vida y sonríele a ese
nuevo día que apenas comienza y que te da la oportunidad de hacer tus sueños
realidad.”
Ahora te toca a ti ¿Qué estas esperando para encontrar tu
mensaje y contárselo al resto del mundo?
Te agradezco tu atención, espero tus comentarios, me gustaría
escucharte y saber lo que piensas. La colcha, parche parlanchín es un espacio
para eso, para que todos seamos amigos alrededor de nuestros pensamientos. Comenta
y comparte con nosotros tus sentimientos o tus ideas sobre lo que te hace más
grande. Aprovechemos este espacio, vivámoslo con alegría. Soy tu amigo
Arguinaldo y nos estaremos encontrando muy pronto, tal vez de nuevo la próxima semana,
eso depende también de ti. Somos muchos, tenemos muchas cosas que contar, pero
te aseguro que encontraremos el espacio para estar de nuevo juntos. Un abrazo y
recuerda que tu destino esta en tu propio corazón.
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